Lo que quiero hacer notar con esto no es la historia de mi familia, sino el origen de mi carácter, de mi idiosincasia y de mi forma de ser.
Por mi lado materno, mi familia viene del exilio: tuvo que salir de una posición acomodada en una pequeña isla de las Canarias para venir a «hacer la América». Por mi lado paterno, mi abuela tuvo que trabajar desde joven, al ser prácticamente abandonada por su marido cuando mi padre era muy chico; y por mi otra familia paterna —la que adoptó a mi padre—, mi abuelo era un abogado de una buena familia, quizás venida a menos, que tenía que trabajar para mantener a sus nueve hijos. En fin, no seguiré porque ese no es el tema de este artículo.
Mamá solo hay una
Mi madre nos educó a sus tres vástagos en una «economía de guerra», claro. Porque aunque ella misma nunca padeció penurias, y mi padre ya era médico y ejercía, sí venía de toda una tradición de ahorro, de templanza, de prudencia y de decoro, en la que no sólo la ostentación, el lujo y el derroche son mal vistos, sino también el no aprovechar al máximo cualquier recurso.
Además, cuando mi madre era niña y jovencita, la ropa no era producida ni masiva ni globalmente. Las cosas no venían de China ni mucho menos. No existían las marcas, los objetos se reparaban, los calcetines se zurcían, muchas prendas se mandaban a hacer o a arreglar, había «ropa de diario», «ropa de entrecasa» y «ropa para salir», incluyendo los vestidos de domingo. En fin, era un mundo completamente distinto al que hoy vivimos.
Cuando yo era niña, siendo los años 70, empezaba a haber algunas marcas, pero ninguna global. La gente —alguna, la pudiente— podía viajar a EE.UU. a comprarse ropa y cosas que, por cierto, eran radicalmente distintas a las de México, sobre todo a principios de los 80, cuando las importaciones estaban incluso prohibidas. Todas las niñas y los jóvenes de la época usábamos la misma ropa y, además, la repetíamos mucho —muy pocas podríamos hablar de un extenso guardarropa—. Tiempo después, llegaría Zara, con su moda hecha en Taiwán; y, después de ésta, otras marcas, lo que cambió radicalmente el panorama.
Moda, la que te acomoda
Por otro lado, y de la otra cara de la moneda, a mí me gusta mucho la moda —creo que este gusto también lo heredé—. Me acuerdo de las mujeres de mi familia materna hablando de moda. Ellas sabían, cosían, bordaban, tenían modistas que les confeccionaban prendas —no muchas, no excesivas, pero de buen gusto, de buenas telas, de calidad—. Mi madre, además, sabe mucho de telas porque trabajó muchos años con el señor Junco.
Y a mí la moda me gusta no sólo por eso, sino porque me gustan las formas, los colores, las texturas y cambiar: cambiar según el humor, el día, el clima, el estado de ánimo, la actividad a realizar, etcétera. Además, suelo ver revistas; no sólo verlas: estudiarlas, ver lo que surge, lo que hay. Me gustan las combinaciones, las ideas novedosas. No sé exactamente qué, pero me gusta la moda, y mucho.
Lo bien aprendido se queda
Sin embargo —ya ustedes se imaginarán a dónde voy con todo lo que les he contado—, no estoy dispuesta a gastar mucho dinero en ella. De hecho, en general, me parece —y creo que lo es— excesivo el costo de cualquier prenda; de un pedazo de tela —sintética o natural— que, la mayor parte de las veces, está confeccionado por individuos a costa de su miseria, su salud y no sé qué más, que prefiero no pensar en ello o acabaría suicidándome.
Pues bien, ahora tengo que hacer otra acotación: soy una persona de signo zodiacal virgo —para los que creen en eso—. No sé si esto es cierto, pero se dice que los virgo somos perfeccionistas y obsesivos. Quizá por eso —será inconsciente colectivo— o por lo que sea, pero sí lo soy, y tengo una obsesión por la limpieza y el orden y, sobre todo, por el minimalismo. Me gusta que todo se vea limpio y ordenado y, principalmente, que NO haya muchas cosas, que haya espacio, que todo se vea medio vacío. Si me apuran, podría decir que odio los objetos en sí mismos.
Cito siempre un par de frases de Borges: «Los objetos sólo pueden interesar en función de los hombres», y otra que le atribuye a Cansinos Assens: «Es tan triste el amor a las cosas, porque las cosas no saben que uno existe. Una persona colecciona joyas o libros, pero está sola». Yo pienso igual y por eso no me gusta coleccionar nada. No me gustan los objetos. Hallo gran placer en acabarme un tarro de crema y reciclarlo, o en vaciar cajones y regalar cosas, sobre todo… ropa.
Dentro del clóset
A todo esto se une el hecho de que mi armario o clóset es suficientemente grande —tiene varios cajones y espacios para colgar, pero no es ni un vestidor ni un cuarto con repisas como esos de las revistas, ni mucho menos—, más bien es reducido en comparación con aquellos —sin que tenga que hacerse tal comparación—. Vamos: es un clóset muy decente y —eso sí— muy acomodado, pero nada más. Y con esto quiero decir que no le cabe un gran número de prendas ni de zapatos ni nada, sino un número limitado y, más bien, pobre para los estándares actuales y de mucha gente que conozco.
Aclarados todos estos puntos, me dispongo, ahora sí y por fin, a hablar de lo que da título a este articulito: de los avatares de mi guardarropa, que, con todo lo anterior, ustedes se podrán imaginar hasta qué punto lo son. Y por avatar no me refiero a encarnaciones, sino a las fases, cambios y vicisitudes del mismo.
- Generalmente, y cuando puedo y de acuerdo con mi presupuesto, me doy la venia y compro algo de ropa, basada en algo que necesito o creo necesitar —una blusa blanca, por ejemplo.
- Llego a la boutique, tienda departamental o tienda en cuestión y veo varias. Si es cara, no la compro, por todo lo que ya he aclarado; si es muy barata, tampoco, porque dudo de su calidad. Escojo algo que me parezca decente en cuanto al precio y a la calidad.
- Me la pruebo de prisas y mal, porque nunca tengo tiempo de «ir de compras» como tal, sino que lo hago en una escapadita, quitándole tiempo al trabajo, cuando se puede, o a mis tareas domésticas; o si estoy de viaje, al paseo, ante la mirada inquisidora y de hartazgo de mi marido.
- En el ínter, y mientras estoy en la tienda, voy comprando o escogiendo varias prendas que me gustan de bote pronto, porque soy de ojo alegre y, evidentemente, no las necesito.
- Llego a mi casa y pueden pasar dos cosas: una, que no me quede y la tenga que cambiar o regalar, y dos, que la use y luego no me acabe de convencer y, al final, la termine regalando.
- Como ya dije, el espacio que tengo para guardar ropa es reducido; por lo tanto, una nueva prenda en mi mente y en mi realidad debe siempre sustituir a otra, la cual pasa a una bolsa grande para cambiar de dueño, a manos de gente que sé que le va a gustar.
- Pero este ciclo acaba por ser muy frecuente: prendas nuevas que no necesito y que sustituyen a otras que aún están muy nuevas, que se van reciclando y que luego me arrepiento de haber regalado, lo mismo que me arrepiento de haberlas comprado.
- A esta marea se unen los periodos en los que siento que soy una coda, que está bien que no crea y desprecie las marcas —Gucci, Louis Vuitton, Chanel y todas esas—, pero que ya tengo edad y condición de comprar cosas decentes y de calidad. Y, entonces, busco algunas que no tengan una marca muy expuesta o muy cara y redundante, y termino por sentir que son carísimas y que, al comprarlas, estoy cometiendo una acto de suma avaricia. Cuando llego a mi casa, sobra decir, las quiero regresar.
- Por los periodos que tengo de frugalidad, en los que siento que todo es superfluo, innecesario y que soy una materialista de lo peor —recuerden que estudié en la Facultad de Filosofía y Letras— y que es obscena la cantidad de ropa que tengo, acabo vaciando cajones, perchas y repisas, y llenando aquella bolsa para regalarla lo más pronto posible. Con gran alivio y un suspiro, siento que mi clóset está ahora más vacío y que estoy haciendo lo correcto.
- Asimismo, no tengo ningún tipo de estrategia correcta; compro cosas muy repetidas y no tengo otras que podrían considerarse indispensables a mi edad y en mi condición. Por ejemplo, no tengo un vestido de noche decente, pero tengo, por lo menos, 10 faldas negras de cualquier largo y textura, otro tanto de blusas blancas y como 20 jeans. Y, como soy obsesiva, a veces voy a un almacén a comprar el dichoso vestido de noche… y salgo con unos jeans.
- Además hay cosas —zapatos, playeras, lentes— que igual me costaron una bicoca, pero que uso hasta el cansancio, hasta que están roídas o rotas, y otras que, aunque más caras, nunca uso y se van intactas a la bolsa de regalo.
- Muchas veces, regresando de una compra, paso la noche en vela pensando en lo inútil de la prenda adquirida o de lo fea que está —¿cómo puedo tener tan mal gusto?—, y me convenzo de que, al día siguiente, voy a regresar todo. A la mañana, despierto, ya no lo veo tan mal y acabo regresando sólo la mitad de lo que me compré.
- Hay otras veces que veo el clóset vacío y les digo a mis amigas que no tengo nada que ponerme. O voy a un evento o coctel, veo lo que traen las demás y digo que necesito renovar mi guardarropa. Y así, otra vez, vuelve la burra al trigo, y el ciclo vuelve a empezar.