«Thank God there’s a pill for everything.»
Quizás es porque soy hija de médico, quizás es porque tengo una curiosidad morbosa por casi cualquier cosa o quizás es porque sufro de una muy, muy leve forma del síndrome de Münchhausen1 El síndrome de Münchhausen es un trastorno mental que se caracteriza por los padecimientos a consecuencia de crear dolencias para asumir el papel de enfermo. —y de su variación «por poder»—. No sé. Pero el hecho es que tengo una afición acendrada por los medicamentos. En un contexto, se puede decir que soy una «farmacodependiente», porque no pasa un día en el que yo no ingiera uno u otro medicamento, de alguna u otra forma y por alguna u otra razón. Yo soy de ésas que se los toma por si sí y por si no, por si las moscas y por no dejar.
Mi marido dice que, cuando me casé, en lugar de haber organizado una despedida de soltera —de esas en las que te regalan, sartenes, trapos, utensilios y floreros—, mejor hubiera organizado una «despedida de medicinas».
—Mira, ¡qué buena onda! Margarita me regaló una dotación completa de omeprazol.
—No, pero Pepita no se quedó atrás: te regaló cuatro cajas de fluoxetina, y de una marca reconocida.
—¡Ay, ve! La marra de Lupe me regaló naproxeno, pero de los del Dr. Simi, que no sirven para nada.
—¡Qué vergüenza!
Y, así, yo hubiera sido más que feliz que con los aperos del hogar. Porque para mí no hay mayor felicidad que autorrecetarme, recetar a otros y ver que mis remedios surten efecto. Tanto yo como Nieves, mi hermana, solemos recetarnos solas, recetar a nuestros hijos —ella a los míos, y yo a los de ella— y viceversa, recetar a nuestras amigas y a nuestros conocidos y generalmente —no es por nada— casi siempre le atinamos.
Y, además, creo que no soy la única que tiene esta afición, ya que conozco a otras personas que la tienen; como mi amiga Tere, que la confiesa, o mi tío Alejandro, que no sabe que la tiene, pero la tiene.
Mi lectura de cabecera ha sido, desde hace algunos lustros, un vademécum. Desde que me acuerdo, mi mamá tenía uno y lo usaba auspiciada por mi padre. Pero, en cuanto yo lo descubrí, lo leí y lo releí hasta el cansancio, al punto de que se convirtió en eso: mi libro de cabecera —junto con la Guía Roji2 Esto será motivo de otro artículo. —. Me sabía el índice de memoria —por marca, por laboratorio, por sustancia activa, por padecimiento, etcétera—. Aprendía todo sobre el medicamento en cuestión y hasta me sé en orden los apartados: indicaciones terapéuticas, farmacocinética y farmacodinamia, contraindicaciones, reacciones secundarias y adversas, etcétera.
Después de mucho usarlo, el librote —porque en realidad era un mamotreto— empezó a deshojarse, y mi papá nos trajo una versión más nueva. La disfruté a fondo porque ya no tenía medicamentos descontinuados y podría encontrar las medicinas de más reciente lanzamiento. ¡Oh, maravilla!
Todo esto estaba muy bien, pero podrán imaginar que mi verdadero éxtasis vino con el Internet y la posibilidad de poder encontrar el vademécum con sólo teclear el medicamento o la sustancia en cuestión, y, además, siempre al día, entrar a más de mil foros, resolver dudas, obtener respuestas, etcétera.
Pero, ahora bien, a mí no sólo me gusta «saber sobre fármacos», sino usarlos. Uno en específico me ha cambiado la vida y me enseñó que no todo es angustia y sufrimiento; otro me permite vivir el día a día, porque no tengo glándula tiroides, y otros los uso de vez en cuando, por una razón u otra. Como, por ejemplo, la aspirina.
A mí me gustan las aspirinas. Puedo olvidar meter mis calzones y mis calcetines en la maleta, pero nunca mis aspirinas. Soy capaz de buscar un Sanborns a la una de la mañana con tal de comprar una caja, o tocar en la ventanita del Oxxo más cercano para que me vendan una tirita a deshoras. Cuento las que tengo, y no me siento segura si veo que ya son pocas y me pueden llegar a faltar.
Si me siento cansada porque no dormí bien en la noche, pues me echo dos con una coca; si me duele el cuerpo porque hice ejercicio el día anterior, me echo otras dos en la mañana; si estoy cruda, bueno, pues, con mayor razón —y, en ese caso, las combino con un Gatorade—; si me quiere dar gripa, me las tomo con jugo de naranja, y si de plano ya me dio, me las tomo con un té de canela con mucha miel de abeja. Además, si tengo que estudiar hasta tarde, pues me echo otras con un café; y, si no puedo dormir, pues dos con una manzanilla. Con mucha mayor razón tomo aspirinas si tengo dolor de cabeza, y, de forma imprescindible, si tengo calentura. La cosa es que la aspirina para mí no es una medicina: es mi esposa. Me sirve para todo, me acompaña a todas partes, me da pa’ arriba, me ayuda en todos los momentos y me apoya en los casos más desesperados.
Quizás es porque sufro de iatrofobia —terror a ir al médico— y porque me niego a pagar mil quinientos pesos para que un doctor ni te mire, sólo vea tus análisis y te recete algo a ensayo-error, que a mí me gusta autorrecetarme. Pero, para eso, estudio —no vaya usté a creer—, me documento, leo, profundizo, al punto que, muchas veces, voy al doctor sólo para pedirle que me recete algo. Por ejemplo, en el caso de los antibióticos. Porque a mí me pone muy mal eso de no poder comprarlos sino con receta. Creo, de hecho, que es una artimaña de drogueros y farmacéuticos para ganar más. Y, por eso, tengo mis propias artimañas para conseguirlos.
Mis medicinas las tengo siempre bien acomodaditas: sé qué va con cuál y cuándo hay que tomar cada una: que si en ayunas, que si en la noche, que si a la mañana siguiente, que si cada ocho horas, que si un día sí y un día no. Y, obviamente, tengo mis pastilleros, que tienen todo. Y es más fácil, como decía, que se me olvide mi marido a que se me olviden mis pastilleros.
Gra, mi prima, sufre de esta misma filia, y dice siempre que ella «mantiene a la farmacia»; que la camioneta Mercedes Benz de su doctora la pagó ella; que la mitad, por lo menos, es suya, y que con lo que se junte, a partir de ahora, en un año es suya completita.
Por otro lado, mi amiga Tere, de la que les contaba, me dice: «Si sobra alguna pastillita, tableta, cápsula o lo que sea de un bote o un frasquito, o a alguien se le cae una, no la quiero desperdiciar y me la quiero tomar. Si es Aspirina o Espaven u Onotón, no tengo duda. No digamos de un psicofármaco: que se desportilló un Tafil, ¡pa’ dentro!; que goteó la botellita de Rivotril, le paso el dedo como si fuera betún de pastel… Obvio, antibiótico no, por eso de que una sola pastilla sólo me hará crear resistencia, y luego, cuando lo necesito, ¿qué? Entonces, con tristeza, la guardo o la tiro».
Ellas y yo no podemos entender por qué hay gente a la que no le gusta tomar fármacos —como el caso de mi mamá—. Esas personas que se aguantan el dolor de cabeza hasta que les explota con tal de no meterse medicamentos —yo entiendo que primero está el hígado y el riñón, pero, se ha comprobado, una coca light es mucho más dañina para el riñón que una benzodiacepina—. Yo creo que hay que vivir y sentirse bien, y que la ciencia avanza «que es una barbaridad», y hay que aprovechar lo que ella nos ofrece.
Y, en este sentido, tampoco entiendo a aquellos que son «homeopáticos» o «naturistas», porque es evidente que la medicina alópata ha avanzado en años en miles de protocolos y experimentos, y que, gracias a que han podido aislar las sustancias activas, los medicamentos son tan efectivos.
Mi amor por los fármacos se refleja en muchas cosas, como les decía. Uno de ellos me ha cambiado la vida: yo soy una mucho mejor persona a partir de que tomo 5 mg diarios de antidepresivo. No sólo se me quitaron las angustias y el insomnio —que tuve desde que me acuerdo, desde chiquitita—, sino la ansiedad. Pero, además, gracias a la serotonina que me hace generar, soy más paciente, más tolerante, más compasiva —conmigo y con los demás—, menos mal pensada, menos pesimista. Soy mejor jefa, mejor madre y mejor esposa. En resumen: soy mejor persona.
¿Cómo no he de amar los fármacos?