No sé si a usted le ha pasado, pero a mí me da no sé qué cuando veo por ahí a algunos de mis ex que andan con tipas —entre mediotontonas y mediobuenonas— sin escrúpulos ni cerebro. Siento entre grima, rabia y mixed feelings al pensar que si él puede andar con una mujer así, que yo desprecio —y mire que pueden ser despreciables—, entonces, ¿dónde quedo yo?
Es decir, ¿también soy despreciable? ¿Cómo pudo pasar de mí a ella? ¿En qué estaba yo pensando al andar con él? O, peor aún, ¿qué veía él en mí? ¿Por qué andaba conmigo?
Y es que usted dirá «¡Qué más te da! Ella no tiene nada que ver contigo». Pero sí, sí tiene que ver porque me une a ella una relación putativa1 —o política, como quiera usted llamarle— cuyo apelativo no existe en la lengua española, pero sí en el dialecto mexicano: ya que puede llamarse —de forma muy vulgar y también prosaica—: «hermana de cama», «comadre», y otras cosas que de tan guarras no me atrevo a repetir, y que se dicen más entre hombres, que entre las propias mujeres.
El hecho es que el concepto existe, y no sólo en México, sino en el mismo español en que se han acuñado términos como conyacente, cofollador o «hermano de lecho». Y, hasta donde sabemos, hay una lengua en la que existe una palabra que lo define —es decir, el concepto se ha lexicalizado—, que es el inglés antiguo o anglosajón —protoinglés—, en el que existe el término gebrydguma —que podría ser pronunciado como /guebrídguma/.
En palabras de otros
El escritor español Javier Marías nos cuenta, en su novela Mañana en la batalla piensa en mí, algo sobre este concepto del anglosajón antiguo, que él expresa mejor que yo —en la voz del protagonista de la novela, quizá uno de sus alter ego: «Se me quedó en la memoria esa noción curiosa, aunque aquel narrador no estaba seguro de si se trataba de un verbo cuyo inexistente equivalente moderno sería conyacer —o cofollar, en grosero y contemporáneo—, o de un sustantivo, que consecuentemente denominaría a los “conyacentes” —o “cofolladores”—, o la acción en sí misma —la “cofornicación”, digamos—. Uno de los posibles vocablos, no sé cuál, era ge-bryd-guma, lo había retenido sin procurarlo ni hacer esfuerzo, y a veces me acudía a la punta de la lengua, o del pensamiento: “Santo cielo, ahora soy, ahora se me ha convertido en gebrídguma de ése, ¡qué degradación, qué horror, qué abaratamiento, qué espanto!”, si veía o me enteraba de que una antigua amante o novia mía se emparejaba o tonteaba de más con alguien despreciable u odioso, con un imbécil o con un infrahombre, ocurre con gran frecuencia o así nos parece, y además siempre estamos expuestos y no podemos oponernos. Había decidido que la pronunciación sería esa, “guebrídguma”, aunque no tuviera ni idea, naturalmente».2
El lazo que nos une a un gebrydguma es tan cierto como virtual, tal como el que une a una historia con otra en la literatura de Raymond Carver, o en la película que sobre ellos hizo Robert Altman en Short Cuts —Vidas cruzadas— (1993). De hecho, Guillermo Núñez en su blog3 dice también que este vínculo silencioso que nos une a un gebrydguma está presente en las historias intertextuales de escritores como Tobías Wolff, «un vínculo silencioso, político, velado, de la misma manera en que se está cercano y a la vez lejano»; pero esta ligadura silenciosa u oculta, al revelarse ante nosotros, produce una especie de miedo e incredulidad.
¿Ya identificó a sus gebrydgumas? ¿Conoce la Teoría de los 6 grados de separación? Lo invitamos a leer el artículo completo en Algarabía 92, correspondiente al mes de mayo.
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1 Putativo. Del latín putativus. Reputado o tenido por pariente no siéndolo.
2 Javier Marías, Mañana en la batalla piensa en mí, Madrid: Alfaguara, 1996.
3 http://guillermoinj.blogspot.com