Some books are to be tasted,
others to be swallowed,
and some few to be chewed and digested.[1]
Sir Francis Bacon
Borges comienza su famosísimo «Poema de los dones» con un verso que hoy es ya casi una frase hecha: «Nadie rebaje a lágrima o reproche esa declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche».
Cuentan por ahí que, a los 12 años, Simone de Beauvoir tuvo que pasar unas vacaciones en casa de sus familiares y, al llegar y ver que poseían una extensa biblioteca, dijo: «Tengo la felicidad garantizada». Esto se relaciona con lo que Cicerón afirmaba en su época: «Quien tiene una biblioteca con jardín, lo tiene todo».
Se dice también que Leslie Stephen, padre de Virginia Woolf, poseía una amplia biblioteca a la que su hija no pudo acceder sino hasta cumplir los 16 años. Cuando ella comenzó a leer un ejemplar tras otro, Leslie le dijo a su esposa: «¡Ginia está devorando libros, con más rapidez de la que yo quisiera!».
Por su parte, Edmundo de Amicis, autor de Corazón, diario de un niño, afirmaba que: «El destino de muchos hombres dependió de que hubiera o no hubiera habido una biblioteca en su casa», y que: «Una casa sin libros es una casa sin dignidad».
También, en uno de sus epígrafes, el poeta español Eduardo Marquina nos dice: «Dios ponga a mi alcance libros; aunque viva prisionero, asomado a estas ventanas no me acobardan encierros». Otro español, Javier Marías, recuerda en «La biblioteca invasora», que sus padres tenían la casa tapizada de libros: no había pared ni rincón que no estuviera plagado de ellos; pasado el tiempo, dice: «aún hoy no he conocido una casa acogedora y cómoda en la que las paredes no estén tapizadas de libros de alegres cantos».
Como vemos, en muchos imaginarios no puede haber vida sino a través de los libros. Mi prima Victoria comenta en un artículo que se publicó en esta revista, que cuando iba a casa de sus amiguitas y veía que no había libreros, se preguntaba: «¿Y aquí dónde esconderán los libros?», lo que también me trae a la memoria la espeluznante experiencia que tuve en casa de una amiga —que no es mi amiga— muy adinerada, donde descubrí, con horror, que los lomos de los libros empastados de cantos dorados que poblaban la biblioteca, con títulos como La Eneida, La divina comedia y El Quijote, ¡estaban simulados en cartón piedra!
Y es que los libros siempre han tenido un pedigrí de sangre azul, porque el epíteto de nobleza los acompaña: el que lee libros «sabe», o eso se cree. Aunque hay muchos de ellos que —como decía una solapa—, «uno se pregunta, ¿quién los leerá?». Además, al ir a cualquier feria del libro, nos damos cuenta de que la mayor parte de lo que se escribe hoy en día es basura; que cualquier politiquillo o artista de poca monta se cree con las ínfulas de escribir, y que realmente eso de los libros es más marketing que cultura, a tal grado que estamos a punto de tener más libros que lectores.
Pero dejemos a un lado esa triste realidad, y volvamos al libro en sí mismo; a esa invención de la memoria; a esa técnica de pasar las hojas —reales o virtuales—, que no ha podido ser superada; a ese objeto tan preciado como abolido, tan prohibido como ensalzado, que hoy ocupa nuestra Algarabía 91, en la que nuestro dossier está dedicado a diversos temas que giran en torno a él.
Ojalá lo disfrute a fondo.
María del Pilar Montes de Oca Sicilia
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[1] Algunos libros son para probarse, otros para tragarse, y algunos pocos son para masticarse y digerirse.