El siguiente relato lo rescatamos de la biblioteca del recuerdo de nuestras madres, que nos hablaban de un tal Marco Aurelio Almazán, escritor y diplomático mexicano que escribía con gracia y soltura, pero al mismo tiempo con precisión y objetividad en el periódico Excélsior. Les convidamos un extracto de su libro El rediezcubrimiento de México,1 clara alegoría del autor a la famosa muletilla española «rediez».
Ceferino Díaz Fernández, para servir a Dios y a ustedes. Vine al mundo un día de nieve y ventisca del mes de enero de 1910, en un pueblecito llamado Pola de Somiedo, Asturias. A base de palmetazos y coscorrones me enseñó las primeras letras un tal don Cipriano, que era el maestro del pueblo y tenía malo el aliento. La escuela quedaba muy en las afueras de la aldea, y aún recuerdo el suplicio que significaba emprender la caminata, tiritando de frío, para llegar al destartalado edificio, donde, si bien se colaban los gélidos vientos de la cordillera, muy pronto entrábamos en calor al son de los zurriagazos, que don Cipriano administraba con admirable esplendidez.
Sin embargo, fue en aquella frígida sala de tormentos en donde vi por primera vez el lienzo maravilloso, con sus nombres enrevesados y sus manchones de colores, que para todos los rapaces del pueblo era imán irresistible, panal de promesas y faro de esperanza: el mapa de América.
Los clásicos «indianos»
A pesar de mi corta edad, yo había oído hablar mucho de América y especialmente de México, ya que éstos eran tema de constante conversación en el pueblo. No había familia que no tuviese un tío, un hermano o un hijo en ultramar. América era la tierra fabulosa donde ataban a los perros con longaniza y las calles estaban empedradas de oro.
Allá marchaban los zagalones sin más avío que la boina y una muda de repuesto, y a los pocos meses empezaban a mandar giros y cheques por cantidades que en Pola de Somiedo hubieran tardado un año en ganar. Y de alta venían, de cuando en cuando, aquellos señorones que también habían salido de rapaces, con pantalón de pana y un remiendo en el postifaz, y que ahora volvían dicharacheros y bien cebados, con varios dientes de oro y una cadena llena de dijes del mismo metal, que les decoraba el abultado vientre cual la línea del ecuador circunda al globo terráqueo.
Eran los clásicos «indianos», hijos pródigos a los que se recibía en el pueblo con mucha efusión y gran acatamiento. Eran don Fulano y don Zutano, que llevaban muchos años en América y ahora regresaban en plan de paseo o con intenciones de quedarse definitivamente, si bien estos últimos casi siempre volvían a su patria adoptiva al cabo de algún tiempo, ya que emocional y económicamente sus raíces estaban en la tierra donde habían dejado juventud y sudores.
En ocasiones los «indianos» llegaban en unos automóviles descomunales, de marca norteamericana, que por su tamaño no podían entrar en las calles del pueblo. No faltaba alguien que comentase mitad reverente y mitad incrédulo: —Pues no habrá costao sus cuartos este cacharro… A lo que don Fulano replicaba desdeñosamente: —¿Cuál? ¿Éste? ¡Bah! Treinta mil duros… Es el que uso pal diario. Habíais de ver el que dejé allá en México… No lo traje porque no cabía en el barco.2
1. Organización Editorial Novaro, México: 1972.
2. Se dice que a estos automóviles se les conocía como «haiga», pues cuando los indianos llegaban a preguntar por ellos a los comercios, preguntaban por «el más grande que haiga».
Marco Aurelio Almazán nació en el barrio de Mixcoac, de la Ciudad de México. En 1942 prestó sus servicios en la delegación de México ante las Naciones Unidas en Nueva York, después fue vicecónsul en Londres, Beirut y Madrid. En esta ciudad publicó su primer libro: El arca de José. Fue conocido como «el Filósofo de la Alegría». El libro del que tomamos estas líneas, fue llevado al cine en España por Fernando Cortés, con los actores Alfredo Landa y Pancho Córdova.