En esta ocasión quisimos engalanar nuestro sitio web con un poco del esplendor de uno de los pinceles más talentosos —y, extrañamente, casi olvidados— de la pintura mexicana: Saturnino Herrán, en cuya obra se encuentra el germen temático del muralismo revolucionario que surgiría a principios de los años veinte.
Pintado por los dioses
Desde niño mostró disposición para el dibujo, por lo que desde los 10 años de edad estudió con José Inés Tovilla y Severo Amador, artistas formados en la Academia de San Carlos de la Ciudad de México. Meses después de la muerte de su padre, Saturnino y su madre se trasladaron a la capital para que él siguiera sus estudios en la Academia de San Carlos, recién bautizada como Escuela Nacional de Bellas Artes —ENBA.
En ella tomó clases con el grabador Julio Ruelas y, en 1904, se inscribió como alumno regular de la ENBA; tras una evaluación de sus trabajos, fue asignado a las clases de dibujo de Antonio Fabrés, pintor catalán que había llegado a México por mediación de Justo Sierra para sustituir a José Salomé Piña.
Joven prodigio
Herrán fue el alumno favorito de Antonio Fabrés y llegó a ser profesor de dibujo de imitación y de claroscuro en la ENBA. A los 21 años empezó a recibir menciones honoríficas en dibujo, historia del arte, premios en clases, además de participar en numerosas exposiciones colectivas.
Su primera exposición individual fue póstuma, en 1919; la muestra reunió la totalidad de su obra y tuvo un gran éxito del público y la crítica. Faltaban aún tres años para que José Vasconcelos comisionara a Montenegro para pintar el que sería el primer mural de la Escuela Mexicana, y a Diego Rivera —que estaba en Europa—, para realizar el mural del anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria, el cual se considera el verdadero arranque del muralismo.
El premuralista
Debido a que a Herrán se le ve como antecedente potencial de este movimiento —perteneció al círculo artístico que propuso hacer pintura mural, apoyado por Justo Sierra—, se tiende a especular sobre lo que habría podido lograr si hubiese aceptado la pensión que se le ofreció en ese mismo año para continuar sus estudios en Europa, y que rechazó para no dejar sola a su madre.
A diferencia de otros artistas que optaron por alejarse de la Ciudad de México durante la Revolución, Herrán permaneció encerrado, trabajando intensamente, aunque no aislado, pues en su taller de la calle de Mesones solían realizarse tertulias dos o tres veces por semana. Ramón López Velarde, cuya obra poética tiene tantos puntos en común con la de Herrán, lo visitaba a diario para discutir sobre poesía, arte y política.
Todo ello, y el intimismo de su obra, configuran la personalidad de Herrán: sedentario, consagrado al trabajo y a la desesperada lucha por sobrevivir dignamente en una década tan violenta y miserable. Es posible que aguardara el tiempo propicio para ampliar su horizonte, pero una extraña enfermedad del tracto digestivo, que le impedía comer y que posteriormente paralizó su brazo derecho, acabó con su vida a los 31 años.
Una obra distintiva
La obra de Herrán compendia las temáticas, los estilos y las aspiraciones pictóricas del periodo más conflictivo de la historia del siglo XX mexicano. Si acaso podría decirse que, así como fue indiferente ante el impresionismo, tal vez lo hubiera sido ante las vanguardias europeas surgidas en las dos primeras décadas del siglo, como el fauvismo, el cubismo, el constructivismo y el expresionismo.
Se ha dicho que debido a la baja calidad de sus materiales, las pinturas de Herrán se han oscurecido; pero hay testimonios de que algunos de sus contemporáneos las encontraban «cenicientas». Lo cierto es que el colorido de Herrán es uno de los rasgos más determinantes de su obra.
Es difícil precisar alguna influencia del cromatismo de Germán Gedovius —su último maestro—, sea porque la combinación de tiempo y agrisamiento agudizó la sensación de melancolía y lejanía de su obra, o porque buscó deliberadamente la proximidad de los valores lumínicos de colores de distintas intensidades.
Por esta razón, algunos de sus contemporáneos reprobaron sus pinturas, llamándolas «dibujos coloreados». Ya sea por influencia de Julio Ruelas o de Gedovius, Herrán logró ese punto de equilibrio entre la figuración realista y su proyección simbólica.
El trazo, a base de sutiles ondulaciones, dota a sus figuras de una gracia inmaterial, mientras que las actitudes semejan las dignidades reales, mitológicas y hasta divinas, acusando su condición de metáforas, aunque su carnalidad sugiera plenitud natural y terrenal.
Últimos años
Estos virajes del realismo simbólico a la alegoría celebratoria son comunes en la obra de Herrán, aun cuando no obedezcan a la naturaleza de los temas tratados. Un ejemplo de ello es una de sus pinturas más conocidas: el tríptico La leyenda de los volcanes (1911).
En 1913, La ofrenda conjugaría las preocupaciones más profundas y personales del pintor: el envejecimiento y el rito religioso —en este caso, el culto a los muertos—, que fusiona las tradiciones prehispánica y colonial:
- Una familia mexicana, navegando en una trajinera de Xochimilco, que bien puede interpretarse como el viaje de la vida en cinco etapas, y el cempasúchil, flor de un intenso color amarillo, en la pintura de Herrán es una apagada gama de ocres alterada con anaranjados mortecinos, simbolizando quizá que hasta su vivacidad se extingue en la melancolía contenida en el recuerdo de los difuntos.