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Revista 197

Preguntarse por la fecha de nacimiento de un país, ya no digamos una nación —que no son lo mismo—, es, por decir lo menos, un despropósito.
¿Acaso México empieza con el cataclísmico choque de civilizaciones inaugurado con las expediciones castellanas de 1492, 1516 ó 1519? ¿Con la cruenta guerra intestina entre pueblos autóctonos, atizada y concluida por Hernán Cortés, en 1521? ¿Con el simbólico y épico pero improvisado, «Grito» de Dolores, en 1810? ¿Con la independencia casi incruenta de tintes conservadores de
1821? Vaya, ni siquiera es posible, bien a bien, determinar cuándo comienza el Estado mexicano: ¿con sendos actos jurídicos: la fundación del primer ayuntamiento —la Villa Rica de la Vera Cruz, en 1519— o el establecimiento de la Real Audiencia de México, en 1527?; ¿con la restau￾ración de la República liberal, en 1867?; ¿con el fin de la Revolución, hacia 1920?; o, más aún, ¿con el triunfo de la facción sonorense y la revolución institucional, en 1929?; ¿o con la transición democrática, en 1997-2000?

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