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¡Tú y tus leyes, Murphy!

¿Quién fue ese tal Murphy que nos desgració la vida con sus malas intenciones? ¿Estará desde el cielo —o desde el infierno que debería haberse ganado a pulso— carcajeándose con saña cada vez que algo sale mal, en esta tierra de comedia?

¿Quién fue ese tal Murphy que nos desgració la vida con sus malas intenciones? ¿Estará desde el cielo —o desde el infierno que debería haberse ganado a pulso— carcajeándose con saña cada vez que algo sale mal, en esta tierra de comedia? Desde aquí lo maldigo, con una sonrisa resignada, cada vez que, después de horas de esperar un taxi, cruzo la calle y por fin aparece, pero en la esquina de enfrente.
O cada vez que —por si los trámites no fueran poca cosa— llego a las oficinas de gobierno, tras despertarme de madrugada cuando ni el gallo ha cantado, después de una folklórica travesía en metro para atravesar la ciudad y me encuentro en la puerta con un atento letrerito que reza: «Perdone las molestias. A partir de hoy, nuestra dirección es la siguiente: Blablabla…» Mi mente se nubla en automático, y no puedo más que recordarte —recordártela—, méndigo Murphy.
El modo más efectivo de encontrar algo, es buscar otra cosa.
Dicen algunos que su nombre era Edward. Muchos coinciden en que se trató de un capitán de las fuerzas aéreas norteamericanas que en 1949 participó en experimentos donde se salvó de obtener resultados catastróficos, por lo que su frase: «si hay dos o más maneras de hacer algo y una de ellas conduce al desastre, es seguro que alguien lo hará de la segunda forma», sólo se aplicaba al ámbito de la ingeniería de seguridad, para capturar el peor de los escenarios posibles.
Luego se convirtió en esa grotesca norma, pesimista, constante e invariable, que parte de la siguiente premisa: «si algo puede salir mal, saldrá mal». Y de ahí pa´l real, las apropiaciones de dicha ley se reproducen como las cucarachas. Es más, cada quién puede añadir su granito de arena, y conformar, así, una lista infinita de eventos desafortunados, los cuales pueden presentarse tanto en el día a día, como en los momentos «cumbre» de la vida —o al menos, los que hubieran podido llegar a serlo—. Al final, siempre queda el consuelo de que no es nada personal. Porque, eso sí, le gusta agarrar parejo: «si algo no puede ir mal, irá mal de todos modos». Así que acostumbrémonos a que:

  1. El modo más efectivo de encontrar algo, es buscar otra cosa. Así, cuando por fin encontremos la cuponera de descuentos, la promoción habrá terminado el día anterior.
  2. Siempre veremos avanzar más rápido a las filas contiguas de los cajeros del banco y el supermercado, los carriles de Tlalpan, etcétera. No importa cuántas veces nos cambiemos de lugar.
  3. Si nunca lavamos el coche, el día que lo lavemos va a llover. Pero el día que esté más sucio que nunca, el jefe va a pedirnos un ride.
  4. Las camisas limpias —sobre todo blancas— siempre serán imanes de la comida —y más si esa tarde hay junta.
  5. Las oportunidades aparecerán en el momento más inoportuno: entiéndase amor platónico, empleo de nuestros sueños, viaje todo pagado, etcétera.
  6. La mayoría de las veces llegaremos a un lugar un minuto después de la hora del cierre o el día de la semana que no se abre. En caso de que abran los 365 días, ese día se cerrará como caso excepcional.
  7. Se irá la luz justo un día antes del examen, la entrega de trabajo final, la fecha límite de recepción de documentos, el día de cierre de la convocatoria… a tiempo para que las 20 hojas que llevábamos de conclusión se pierdan en la noche de los tiempos.
  8. Cada vez que pongamos el cuerno en esta ciudad de casi 10 millones de habitantes, veremos pasar a lo lejos al mejor amigo de nuestra pareja —o a la pareja misma.
  9. No importa cuántas llaves haya en el llavero. La correcta será la última con la que intentemos abrir.
  10. El día más inesperadamente afortunado, traeremos el calzón de abuelita que nos llega hasta los muslos. Y lo más seguro es que sea rojo y de bolitas: de eso se encarga Murphy.

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