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Gooeies que intensean

No se trata propiamente de neologismos —es decir, palabras o expresiones lingüísticas que se han formado recientemente o se han tomado prestadas hace poco tiempo de otra lengua—, pero las nuevas inflexiones que, en ciertos grupos sociales, se dan a palabras de antaño, pueden resultar por demás interesantes.

No se trata propiamente de neologismos —es decir, palabras o expresiones lingüísticas que se han formado recientemente o se han tomado prestadas hace poco tiempo de otra lengua—, pero las nuevas inflexiones que, en ciertos grupos sociales, se dan a palabras de antaño, pueden resultar por demás interesantes. Éste es el caso de las dos palabras que nos ocupan.

Güey

No saben lo güey que se vio una amiga ayer: le dijo muy cool a una chavita: «¿Qué onda, buey?», como queriéndose poner a su nivel, o a su altura, o a su edad. Obvio la cagó, porque a la chavita le dio muchisísima risa, ya que eso de decir «buey», pues ni al caso. Y es que esta palabra de origen latino —el latín siempre presente— ha derivado hoy por hoy, dentro del habla coloquial, en una serie de expresiones que van desde el apelativo hasta la simple muletilla, pasando por el insulto.
Si bien, originalmente la palabra latina bovis fue romanceada hasta convertirse en buey —bovis > bouis > boe > bue > buey—, dicha palabra continuó significando exactamente lo mismo: «macho vacuno castrado» o «toro castrado que se utiliza principalmente como animal de tiro en carretas o arados». Poco a poco, empezó a usarse de forma despectiva para referirse —sobre todo en términos taurinos— a un toro de lidia mansurrón, y luego —y sólo en México durante las primeras décadas del siglo xx— a una persona muy mansa, que se pasa de buena, que «aguanta vara» y, por analogía, a una persona «cornuda» que soporta la infidelidad sin quejarse —los cuernos acaban de completar la metáfora.
Y hasta ahí, muy claro, porque era buey el que se dejaba, el que aguantaba, al que le pasaban por encima sin decir nada, y así siguió esta palabreja que, con el uso, empezó a tener un cambio fonético; es decir, por un motivo u otro sus fonemas se van desgastando hasta deparar en uno nuevo. Y en este caso, el de los mexicanos, el sonido b es muy susceptible de acabar en g, de ahí
abuelita que a veces se cambia por agüelita, o viceversa: la g en b, como en aguzado, que en México dio abusado.
Bueno, pues sí, la b de buey pasó a g, y quedó como güey y comenzó a usarse como un insulto: «¡Qué güey eres! ¿Cómo la invitas a ese antro?»; pero obvio, de tanto uso, el término obtuvo nuevos significados, y de repente fue también un apelativo para llamarle a tu cuate: «¿Qué onda, güey, nos echamos un cinito?», y hasta a tu cuata —porque las mujeres también la empezamos a usar—: «Güey, ¡no sabes lo guapo que está Santiago!». Es tan particular y tanto nos gusta dicha palabra, que su uso se fue generalizando hasta encontrarle otras aplicaciones; por ejemplo, para referirse a cualquierdesconocido: «¿Quién es ese güey con el que estaba tu prima?».
Y después, pasado el tiempo, y como los medios electrónicos y las redes sociales se pusieron de moda, y así en el chat hay que ahorrar caracteres porque se escribe como se habla, y como era mejor la w que la g y la ü con todo y diéresis, pues quedó wey, y lueguito wei, woei, woeeeeei y muchas más palabrejas que hoy pululan en nuestro Twitter, nuestro Face y nuestro chat, que tienen una «nueva ortografía» y que la verdad, están «bien chidas wooeeei».

Intensear

Por otro lado, yo no sé si los intensos se pusieron de moda, o si sólo es que encontramos el adjetivo adecuado para calificarlos, clasificarlos, segmentarlos o llamarles por su nombre. La palabra intenso existe y ha existido desde hace casi mil años en la lengua española —viene del latín intensus— y nos sirve para calificar a alguien «que tiene intensidad», o que es «muy vehemente y vivo».
La lengua cambia porque la gente y las costumbres cambian, y lo interesante de este adjetivo —que hoy en México creativamente, ya se ha verbalizado a intensear— es que se aplicaba a una cosa o a una situación pero nunca a una persona: «Hay una lluvia muy intensa», «¡Qué sol tan intenso!», etcétera. Incluso algunas veces solía aplicarse a emociones, sensaciones o sentimientos, como en: «Me dieron unas ganas muy intensas de llorar», pero no se registraban el adjetivo intenso para llamar a una persona y mucho menos el verbo.
María Moliner, en su Diccionario del uso del español, dice que intenso es sinónimo de fuerte: trabajo intenso, luz intensa, rojo intenso. Sin embargo, hoy por hoy, decimos que «una persona es intensa» o «puede ser intensa» no porque sea fuerte, sino porque suele tener emociones fuertes, vivirlas o simplemente demostrarlas, y he ahí el detalle porque puedes «ser intenso», «ponerte intenso» o «andar de intensa». Tengo una amiga que cuando le marca al novio y éste no le contesta —porque está con sus amigos, porque no puede o porque no quiere, no sé—, entonces ella «se pone intensa» e intensea 300 veces durante la noche, una y otra vez —y pues él, obvio, menos responde.
Y es intensa también otra amiga que cuando se pone a beber, suele entrarle ese mal contagioso y peligrosísimo llamado pedofonía;1 una vez en un viaje de negocios «se la conectó» y al día siguiente, con una cruda loca, vio con horror que le había marcado a su ex 17 veces —de las cuales 12 no fueron respondidas—; obvio lo de intensa aplica aquí y más que perfecto. Pero también es una persona intensa esa que se enoja por todo, la que «la hace de pedo» porque vuela la mosca, la que quiere que todo se haga según su voluntad. Somos intensos los que nos enamoramos y luego insistimos y no podemos olvidar e intenseamos con los cuates en cualquier ocasión en todo lo referente al «objeto de nuestro afecto, de nuestro amor y nuestro desamor». Y también intensean todas aquellas personas que viven, sienten, huelen, oyen las emociones.
Lo interesante es que buscando una raíz latina y más allá, indoeuropea —es decir, de la familia de lenguas que viene el latín— nos damos cuenta de que intensus viene de intendere, de in- tendèêr, que quiere decir propiamente en su primera acepción «ponerse tenso, aguantar, esforzarse», pero también «estar ansioso, atento, emocionado», lo que viene muy a cuento si pensamos en cómo lo usamos actualmente. Bueno, la cosa es que, de acuerdo con el uso y el uso hace la norma—, hay intensos y más intensas —creo que sobre todo intensas (sin ser sexista), por aquello de que las mujeres solemos demostrarlo más—; en buena onda y otras en mala onda; algunos intensean con razón y otros sin ella, como todo, como todos. Porque al fin y al cabo, vivir es sentir, llorar, reír, intensear.


1 v. Algarabía 71, agosto 2010, ¿Qué onda con… «La pedofonía»?; pp. 55-57.


María del Pilar Montes de Oca Sicilia es lingüista por vocación y de profesión; le gusta escuchar cómo habla la gente, recaer en neologismos, dar con etimologías escondidas; hallar relaciones entre dos vocablos, hacer su árbol genealógico, encontrarles pedigrí en otras lenguas, etcétera… y cree que sin este tipo de pasatiempo la vida no sería tan divertida e intensa
goooooeeeeiiiii.

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