«¡Avenida de la Imán, Perisur, Hospital de Pemex, Chichicaaspaaa!» Al grito del cacharpo, recuerdo con nitidez el trayecto por cada uno de esos lugares, cuando la mamá de mi amigo Alejandro, la señora Alicia, nos invitaba a comer a su casa. La primera vez se me hizo tarde por realizar unos trámites escolares y, como mis compañeros ya se habían adelantado, viajé solo en pesero. Desde temprano me hice de una buena lectura para el camino, un libro de tercer uso muy accesible
El principio de equivalencia es una curiosidad de la naturaleza, algo que parece muy obvio, pero que encierra un misterioso trasfondo.
Con leves reojos a la ventanilla, cada cierto tiempo atisbaba en qué parte del camino me hallaba, pues «dos cuadras después de El Escobal» debía anunciar mi bajada, según indicaciones de mi amigo Alejandro. Cuando vi el letrero de la calle, me incorporé poco a poco hacia la puerta trasera, pues un cuento de Benedetti no me dejaba desprender la mirada de las hojas; mi mano derecha buscó a ciegas el tubo, para no trastabillar por los vaivenes de este transporte citadino, mientras con la izquierda sostenía la lectura montevideana. Unos segundos después, el conocimiento instintivo de viajar en peseros me indicó que ya debía bajar y toqué el timbre —que encontré sin mirarlo—. Se escuchó, pero el vehículo no se detuvo. Entonces dije firme y sin alzar demasiado la voz: «Bajan», a la par que suspendí la lectura y miré hacia delante a través del pasillo con ojos retadores, pues lejos de sentir que el pesero se detuviera, experimenté un leve arrancón que me obligó a agarrarme con mayor fuerza del tubo. Para mi sorpresa, el microbús estaba completamente estático y, antes de comprender lo que había sucedido, el chofer me respondió con más de 50 decibeles: «¡¿Qué, güey, quieres que te baje cargando?!».
La fuerza de
gravedad de la pendiente me hizo sentir algo semejante al arrancón del pesero: un «empuje» hacia su parte posterior.
Con gran asombro y mucha pena bajé despacio por los escalones de la puerta trasera. Al pisar «tierra firme» mi ánimo cambió bruscamente y comencé a reír, pues comprendí lo sucedido. Cuando creí que el pesero daba un ligero arrancón, en realidad se había detenido sobre una pendiente —así son algunas calles de Chichicaspa—.
El principio de equivalencia
El fenómeno que me causó tal confusión ya antes había sido descubierto y registrado por varios científicos notables, como Galileo, y luego reformulado por Albert Einstein.
Como en la época y en los lugares en que vivió Einstein no había microbuses, ejemplificó su principio con uno de sus célebres gedankenexperiment —«experimentos imaginarios», en alemán—: si se encuentra encerrado en un «elevador cósmico» sellado de tal forma que le impida saber qué hay en el exterior y siente que una fuerza lo «adhiere al piso», será difícil determinar cuál de estas dos causas es la que lo obliga a mantenerse en ese sitio:
1. que se halle cerca de un astro —quizá, la Tierra— y la fuerza de gravedad lo atraiga hacia él; o
2. que el elevador se acelere en dirección hacia el «techo» y, con ello, sentir un tirón permanente hacia «abajo».
El «principio de equivalencia» es uno de los fundamentos de la Teoría de la relatividad general.
La aceleración equivale a sentir la fuerza de gravedad de un astro y eso es lo que experimenté en el pesero. Cuando creí que el transporte estaba arrancando, lo que en realidad sentí fue «el jalón» hacia su parte trasera, pues se encontraba en una pendiente; sentir el «jalón» hacia la parte trasera del pesero puede deberse a dos razones: que diera un arrancón acelerándose hacia delante [imagen 3], o bien, que se encontrara en un plano inclinado [imagen 4], que fue lo que sucedió.
Alcances
Las implicaciones de la relatividad general —formulada con una base matemática muy elaborada y, entre otras cosas, con ayuda del principio de equivalencia— son diversas y tan sorprendentes, que están vinculadas con el origen mismo de todo: desde las teorías que describen el nacimiento del Universo, la existencia de los agujeros negros —tan reales como los edificios o las montañas—, hasta con las aplicaciones cotidianas, como el Sistema de Posicionamiento Global —gps—, que nos ayuda a determinar con precisión cualquier punto de la Tierra.
Entre más masa tiene un cuerpo, la Tierra lo atrae con mayor fuerza; por lo tanto pesa más y cuesta más trabajo moverlo. Esta relación, entre más pesado, más difícil de mover —o viceversa—, es el principio de equivalencia.
Al llegar a la casa de Alejandro no platiqué con nadie sobre esta experiencia; me limité a sonreír permanentemente. Sólo basta aclarar que no respondí a los gritos del chofer —como sí lo hubiera hecho en cualquier otra ocasión—, porque el principio de equivalencia «aterrizó» la pirotecnia verbal que disparo en situaciones de molestia extrema.
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