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Londres y su historia

¿Sabías que la leyenda dice que Londres fue fundada por Bruto —descendiente de Eneas, hijo de la diosa Venus—, poco tiempo después de la Guerra de Troya?
Londres y su historia

La leyenda dice que Londres fue fundada por Bruto —descendiente de Eneas, hijo de la diosa Venus—, poco tiempo después de la Guerra de Troya. Este pasado glorioso, aunque ficticio, permea en la energía y la magnificencia de esta metrópoli, de la que han dado fe varios escritores, como los que presentamos en esta ocasión —junto con una breve cronología histórica. 

El emporio del mundo por Lacey Baldwin Smith 1

Londres, como el visitante lo ve hoy en día, se levantó como el ave fénix desde el gran incendio de 1666 que destruyó las dos terceras partes de la metrópoli. Fue reconstruida, no de paja y madera, sino de ladrillo y piedra, y financiada por la inmensa riqueza comercial que la ciudad generaba. 

Londres pasó a ser única en Europa, porque fue el centro gubernamental del reino, el corazón del mayor imperio del mundo y el punto de concentración del comercio mundial. Ninguna otra ciudad se le pudo comparar en tamaño, riqueza, prestigio o importancia. Históricamente, sus únicos rivales pudieron haber sido la Roma clásica, o Constantinopla —hoy Estambul— durante el esplendor del Imperio bizantino: en 1700, Londres rivalizaba con París como la metrópoli más grande de Europa; 50 años más tarde, la superaba por mucho, con una población de 675 mil habitantes. Como Londres se difundió más allá de sus murallas medievales, se convirtió en la primera metrópoli en segregar ricos de pobres, y los barrios residenciales de los comerciales e industriales, además de que en ella se construyeron suburbios de calidad —hoy llamados el West End. 

Corn Hill, s. XIX.

El incendio y el West end

El gran incendio destruyó cuatro quintos de la vieja ciudad. Desaparecieron 87 iglesias parroquiales, 44 casas gremiales, la Casa de Cambio Real, 13200 viviendas y la vieja Catedral de San Pablo. Todo esto pasó en tres días, «el más triste panorama de desolación que se había visto» —escribió Samuel Pepys en su diario. Gracias a Christopher Wren y su magnífica nueva catedral, terminada en 1710 y dedicada a un nuevo entendimiento de Dios y el hombre, encarnado en la Ilustración, a la vieja ciudad le fue entregada nueva vida y atracción, pero el corazón de la metrópoli fue movido de su centro medieval al West End. Habían desaparecido el olor, la suciedad, el humo y los barrios marginales de la ciudad vieja y su East End industrial. 

El West End surgió de las grandes fincas señoriales que se agrupaban alrededor del palacio del rey y de la Abadía de Westminster. El conde de Southampton desarrolló Bloomsbury y las áreas que ahora contienen el Museo Británico —originalmente residencia de la ciudad de Southampton—y la Universidad de Londres. El conde de St. Albans creó Saint James Square; el conde de Bedford, el barrio de Covent Garden, y el conde de Leicester, Soho —una llamada de caza— y Leicester Square. Sir Thomas Bond dio su nombre a la Bond Street, lord Gerrard desarrolló la Gerrard Street, y Richard Grosvenor, heredero de cientos de acres en Mayfair, expuso Grosvenor Square, la plaza más grande de Londres y sede de la inapropiada embajada de los EE. UU.

El West End, ese bastión de nobleza, vivió de la influencia de la metrópoli localizada en la capital vieja, a lo largo de los muelles del Támesis, y el sucio e industrial del East End. El puerto de Londres monopolizó 80% de las importaciones de la nación y diariamente algunos de los 1 400 barcos trataban de encontrar espacio en la bahía diseñada para 500 buques. Para 1750, Londres quemaba anualmente 650 mil toneladas de carbón para alimentar sus destilerías, refinerías de azúcar y cerveceras. El East End produjo jabón, pegamento, pintura, colorantes «todos los negocios odiosos y apestosos». Como el centro de las finanzas mundiales, Londres estaba llena de agentes, corredores, tiendas de descuento, remitentes, traficantes de billetes y agiotistas. 

Covent Garden.

Londres en el siglo XVIII era peligrosa, desordenada y borracha. Piratas del río Támesis saqueaban los barcos de la Compañía de las Indias del Este y los almacenes. La ciudad contaba con 8 659 vinaterías y 5 875 pubs, y la violencia callejera era una forma de vida… 

La nación de Londres por Thomas de Quincey

Un maravilloso día de mayo de ese mismo año (1800) contemplé por primera vez el impresionante lugar de la ciudad… no, no la ciudad, sino la nación de Londres. Desde aquel día, incluso aunque me encuentre a una distancia de dos y hasta trescientas millas de ese imperio colosal de hombres, riqueza, arte y poder, tengo la sensación de sentir su energía. 

El centro de atracción

La impresión de esa energía tan poderosa, la sensación de que pueda sentirse en un radio tan amplio y la conciencia de que podría sentirse en un radio aún más grande, atravesando tierras y mares, días y noches, inviernos y veranos, la impresionante atracción que produce ese centro hacia el que infinitos sentidos se dirigen en busca de infinitos propósitos, el inmenso tributo que merece su riqueza, su poder y su enorme población inunda la imaginación de tal forma que nada se le puede igualar en este planeta, ni entre las cosas que han existido, ni entre las cosas que existen. Sólo existe un ejemplo con el que se la puede comparar: la antigua Roma. 


En aquella ocasión íbamos en un carruaje abierto y nos aproximamos a Londres por caminos rurales […]. En las últimas tres etapas del camino —cuando se está a unas cuarenta millas de Londres— ya se tiene el vago presentimiento de que uno se está aproximando a una enorme capital. […] Cuando se llega a la última estación para el cambio de caballos […] ya no se piensa —como sucede en otros lugares— que a nadie se le vaya a ocurrir decir en voz alta cuál es la siguiente parada. Al subir al carruaje nadie dice: «Próxima parada: Londres», eso sonaría ridículo, porque una poderosa idea se ha apoderado ya de todas las conciencias haciendo imposible suponer que se pueda llegar a cualquier otro destino. 

La trepidatio

En la última etapa del trayecto uno se siente como si hubiese entrado en una corriente parecida a la del maelstrom noruego y esa corriente fuese agitándose cada vez más, como en el preludio de una catarata. ¿Qué significa exactamente la palabra latina trepidatio? No se trata de algo relacionado con el pánico sino más bien con la sensación de que uno se aproxima hacia una inminente batalla, o hacia un ascenso, o hacia una tragedia. Aquella trepidatio aumentaba cada media milla de forma palpable, tanto para la vista como para el oído. Algo parecido debe ser el rugido del Niágara y la vibración con la que impregna el suelo y que hace que sea perceptible incluso a diez millas de la caída, hasta que todo se precipita en un sonido que lo ocupa todo. 


[…] En cualquier otro lugar de Inglaterra uno siempre es capaz de contemplar los caballos, los carruajes, los sirvientes —si es que uno viaja con ellos—, puede contemplar todas esas cosas con atención o curiosidad, y en todas esas circunstancias uno mismo es también visible para los demás. Pero en cuanto se cruza la última parada de postas antes de la ciudad de Londres, durante las últimas diez o doce millas antes de entrar en ella, uno descubre con estupefacción que ya no es visible para los demás, nadie te ve, nadie te oye, ni siquiera eres capaz de verte a ti mismo. […] 

Máscaras de locos

[…] No conozco a un solo hombre que haya sido abandonado a su suerte en las calles, aún desconocidas para él, de Londres, que no se haya sentido entristecido y amenazado a la vez, quizá hasta aterrorizado, por la sensación de abandono y de soledad propia de esa situación. No puede haber una soledad como esa que nos abandona rodeados de innumerables rostros que parecen no tener voz ni expresión, entre miradas sin número que nos contemplan sin juzgarnos, entre apresuradas figuras de hombres y mujeres que vienen y van sin que tengan sentido ni sus prisas ni sus movimientos, y que parecen máscaras de locos o ciudadanos fantasmas. 

La sensación de inmensidad que produce Londres desde el interior se ve alimentada también por la descomunal extensión de los barrios y por los constantes destellos que hacen suponer, en cada esquina, otros barrios de extensiones comparables. La espesa atmósfera que se vislumbra al final de cada enorme avenida envuelve su final en una especie de sombra incierta. He olvidado muchas de las sensaciones que tuve de las afueras de Londres […]. Todo lo que recuerdo es un asombro reverencial y una ciega comprensión de aquella misteriosa Babilonia humana que parecía perseguir y sitiar el completo sentido de la vida humana a medida que nos íbamos acercando durante aquellas dos horas.


Más o menos cada diez minutos nos quedábamos detenidos por lo que en Londres se denomina un «candado», es decir, una fila de carruajes totalmente detenidos que se impiden el paso unos a otros, y en tal número que la mirada no podía ver su final, pero súbitamente, como si se tratara del conjuro de un mago, el «candado» se abría y la masa volvía a ponerse en movimiento como si se descongelara y poco a poco fuera acercándose a nosotros esa influencia y nos hiciera volver a entrar en la corriente de aquellos carruajes. Finalmente, casi al amanecer, llegamos a cierto lugar, cuyo recuerdo está para mí tan borroso como el camino que hicimos para llegar a él. 


1 Resumido de «London, “The Emporium of the World”», en English History Made Brief, Irreverent, and Pleasurable, Chicago: Academy Chicago Publishers, 2007.[Trad. Arturo Gallegos]. 
 

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