¿Hasta qué punto nos conocemos a nosotros mismos? ¿Podemos predecir lo que haríamos o dejaríamos de hacer en situaciones en las que nunca nos hemos encontrado? ¿Podríamos vernos arrastrados a la tentación de hacer lo inconcebible a otras personas?
Empecemos con una definición de la maldad: obrar deliberadamente de una forma que maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren así en nuestro nombre.
Tememos al mal, pero nos fascina. Creamos mitos de conspiraciones malvadas y llegamos a creer en ellos lo suficiente para movilizar nuestras fuerzas en su contra. Rechazamos al «otro» por diferente y peligroso porque nos es desconocido, pero nos fascina contemplar excesos sexuales y violaciones de códigos morales cometidos por quienes no son como nosotros.
Ángeles, demonios y simples mortales
¿Qué es lo que impulsa la conducta humana? ¿Qué hace que algunos llevemos una vida recta y honrada y que otros parezcan caer con facilidad en la inmoralidad y el delito? Nuestra concepción de la naturaleza humana, ¿se basa en la suposición de que hay unos factores internos que nos guían por el buen o el mal camino? ¿Prestamos una atención suficiente a los factores externos que determinan nuestros pensamientos, sentimientos y actos? ¿Hasta qué punto estamos a merced de la situación, del momento, de la multitud? ¿Estamos totalmente seguros de que hay algo que nunca nos podrían obligar a hacer?
La mayoría de nosotros nos escudamos tras unos prejuicios egocéntricos que generan la ilusión de que somos especiales. Estos escudos nos permiten creer que estamos por encima de la media en cualquier prueba de integridad personal. Pediré al lector que se plantee tres preguntas:
- ¿Hasta qué punto se conoce bien a sí mismo y es consciente de sus fuerzas y sus debilidades?
- ¿Procede este conocimiento de sí mismo, de haber examinado su conducta en situaciones familiares, o bien de haberse hallado en situaciones totalmente nuevas que han puesto a prueba sus viejos hábitos?
- ¿Hasta qué punto conoce realmente a las personas con las que convive a diario: su familia, sus amigos, sus compañeros de trabajo y su pareja?
Una de mis tesis es que, en general, el conocimiento que tenemos de nosotros mismos se basa en experiencias limitadas a situaciones familiares donde hay reglas, leyes, políticas y presiones que delimitan nuestra conducta, pero, ¿qué ocurre cuando nos hallamos en un entorno totalmente nuevo y desconocido donde nuestros viejos hábitos no bastan? Empezamos un trabajo nuevo, acudimos a una cita a ciegas, nos admiten en una hermandad, nos detiene la policía, nos alistamos en el ejército, nos unimos a una secta o nos presentamos para participar en un experimento. Nuestro viejo yo podría no actuar de la manera esperada cuando las reglas básicas cambian.
¿El mal es fijo e interno, o mutable y externo?
La idea de que un abismo insalvable separa a la gente buena de la mala es reconfortante por dos razones. La primera es que crea una lógica binaria que esencializa el Mal. La mayoría de nosotros percibimos el Mal como una entidad, como una cualidad inherente a ciertas personas y no a otras. Lo definimos señalando a seres realmente malvados de nuestro tiempo como Hitler, Stalin, Pol Pot, Idi Amin, Saddam Hussein y otros dirigentes políticos que orquestaron matanzas atroces. También aludimos a males «menores» y más ordinarios, como el trafico de drogas, las violaciones, la trata de blancas, las estafas a nuestros ancianos y el acoso a nuestros hijos.
Mantener esta dicotomía entre el Bien y el Mal también exime de responsabilidad a la «buena gente». Incluso la exime de reflexionar sobre su posible participación en la creación, el mantenimiento, la perpetuación o la aceptación de las condiciones que contribuyen al crimen, la delincuencia, el vandalismo, la provocación, la violación, la intimidación, la tortura, el terror y la violencia.
Terminen por conocer El Mal que nos asombra a todos en la oscura edición de Algarabía 131.