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The Rolling Stones

Y su compasión por el diablo.

Los Rolling Stones, los primeros punks de la historia, hoy son unas leyendas vivas —aunque arrugadas—, pero en su momento hicieron atragantarse con el té a más de un lord, padre de familia o director de escuela londinenses. No eran los únicos. Venían acompañados de un peludo enjambre de bandas cuyos nombres han quedado enterrados en los cementerios del rock. Pero los Stones eran los peores: una amenaza a la decencia y las buenas costumbres. Hoy, los viejos titulares mueven un poco a la risa, pero hace casi 50 años no eran nada graciosos.

«Los Beatles quieren estrechar tu mano, pero los Rolling Stones quieren saquear tu ciudad», «¡Parecen espantapájaros!», «El bajista es el peor de todos, parece que trae un trapeador en la cabeza», «¿Dejarías a tu hermana ser novia de un Stone?», «Stones arrestados por orinar en público» —estas voces aparecerían si pudiéramos sintonizar una estación de radio inglesa en 1965.

En los EE. UU., las cosas no eran mejores: «A menos que alguien enseñe a tocar guitarra a unos chimpancés, los Stones han llegado al límite de lo visual», se quejaban en un diario de Milwaukee. Una revolución, más ruidosa y amenazante que la que habían iniciado los Beatles dos años antes, estaba en camino.

Piedras rodantes

La banda, bautizada por el rubio Brian Jones en recuerdo de una canción de Muddy Waters, fue concebida como una réplica maligna, un doppelgänger, de los fabulosos, armonizados y pachoncitos Beatles. Mientras los de Liverpool se presentaban impecablemente vestidos y sonreían, los Stones se presentaban con ropa vieja y mal combinada, y tenían acné en la cara.

Los Beatles se habían estrenado en televisión de los ee. uu. cantando una pieza caballerosamente titulada «I Wanna Hold Your Hand» —«Quiero sostener tu mano»—, y los Stones lo hicieron un año más tarde interpretando «I Just Want to Make Love to You» —«Yo nada más quiero hacerte el amor»—. Los Beatles eran encantadores e ingeniosos con la prensa, los Stones respondían con monosílabos. En parte fue una sagaz estrategia de mercado, porque ambos grupos estaban cortados con la misma tijera y los dos encarnaron la inconformidad y la rebelión, pero los Stones siempre fueron más rudos, sexualmente cargados y deliberadamente provocadores.

Vía The Woodlands Magazine

That’s what happens / when a family finds out
that they’ve been in orbit now for a thousand years and need a thousand more to climb out.

«Family» (1968)

La clave residía en la música que tocaban: a un oído no educado, sus canciones quizá suenen parecidas, pero los Beatles son melódicos, inventivos y acústicos, y sus letras se ocupan de inquietudes del noviazgo. Los Rolling andaban por otros derroteros: tocaban R&B, que implicaba no aferrarse a una guitarra ni dejar los pies pegados en el escenario, y usar las palmas, el movimiento libre del cuerpo, un estilo de cantar más berreado y mucha improvisación.

Para tocar la guitarra, Brian Jones utilizaba un tubo de metal —el bottleneck—, con el que frotaba las cuerdas para dar un efecto cenagoso y cantinero —por ejemplo, en «Little Red Rooster»—; o sea, «música del diablo», como se la había enseñado el mismísimo Lucifer al reverendo Robert Johnson. También introdujeron el uso de la armónica y las maracas.

Los Rolling, más terrenales que sus colegas de Liverpool —poco les interesaban los delirios cósmicos de Lennon o el romanticismo literario de McCartney—, se interesaron en la crítica social y se mofaban de las normas que había producido una generación sin aspiraciones —«Grown Up Wrong»—, expresaban profundo hastío social —«What to Do»—, un rabioso individualismo donde ni la novia cabe —«Get Off of My Cloud»— y el miedo colectivo al aniquilamiento —«I Am Waiting»—, con ocasionales manifestos tempraneros sobre la libertad —«I’m Free».

Jagger y la ortodoxia londinense

Durante algunos años el grupo hizo cuanto quiso: salir vestidos de mujeres en la portada de un single, orinar en la pared de una gasolinera y colar hasta el número uno de los charts una canción que hablaba de no poder obtener satisfacción porque la novia andaba en sus días —«(I Can’t Get No) Satisfaction»—, hasta que los poderes institucionales pensaron que era suficiente.

En 1967, luego de que los Beatles fueran condecorados por la reina de Inglaterra, el establishment decidió aplicar un escarmiento público a los Stones: los tres miembros más visibles fueron exhibidos en televisión esposados por fumar mariguana, y pocos días después se organizó una curiosa entrevista en la que el líder Mick Jagger fue llevado a un jardín inglés para hablar «sobre su responsabilidad ante la sociedad con personas que la representaban», a saber: el editor del respetable diario The Times, el obispo de Woolwich, un sacerdote jesuita y un lord inglés que había sido miembro del Parlamento.

Aquella pequeña Inquisición se encontró con un inteligente Jagger que demostró una astucia y aplomo inesperados en un rockero de 23 años: «Estoy a favor de la rebelión, pero no la rebelión que tratan de hacer creer los periódicos […] He tratado de evitar posturas religiosas que han adoptado otras estrellas para decirles a los jóvenes cómo deben portarse […] La sociedad nos ha echado encima su responsabilidad. Respecto a mis hábitos personales, soy el único al que deben interesarle».

All of my friends at school grew up and settled down/
and they mortgaged up their lives.//
One thing’s not said too much, but I think it’s true/
they just get married cause there’s nothing else to do.

«Sittin’ on a Fence» (1967)

Dos años más tarde, la mala conducta de los Stones y el aura de peligro y muerte que los rodeaba, se manifiestó otra vez: en julio de 1969, el andrógino guitarrista de frágil salud mental, Brian Jones, murió en condiciones extrañas en la alberca de su casa, en la que se celebraba una fiesta, y se convirtió en la primera víctima en el altar de los excesos del rock —camino que siguieron años después Hendrix, Joplin, Morrison y otros—.

En diciembre del mismo año, los Stones tocaron en Altamont, California, en un ambiente de tensión volcánica donde una persona murió apuñalada frente a Mick Jagger, por un grupo de motociclistas contratados para «guardar el orden». En ese caótico concierto, los Rolling Stones pusieron fin a la era de la paz, el amor… y la ingenuidad.

Los últimos decadentes

Cuando los hippies se desvanecieron, las adolescentes dejaron de orinarse en los conciertos y los Beatles se desintegraron, los Stones dejaron la adolescencia y produjeron documentos sónicos definitivos.

Desgastados moral y financieramente, consumiendo drogas en cantidades industriales y condenados al ostracismo, crearon discos con un aura de decadencia que va de lo sublime a lo obsceno. La portada de Exile on Main St. (1972) mostraba una colección de fenómenos de circo, una cruel metáfora del saldo humano de los años 60 con sus vendedores de drogas, anarquistas y demás gente loca y enferma, en la que los Stones, por supuesto, estaban incluidos.

Rodeado de mujeres hermosas, Mick Jagger se convirtió en un lujo para la alta sociedad, y Keith Richards, en un cadáver ambulante. La mirada perdida, los dientes cayéndoseles a pedazos y las arrugas que les daban aspecto de momias, pasaron a ser la imagen de la banda, aunque seguían colocando cada disco en el número uno de las listas de éxitos. Los músicos punk, jóvenes salvajes que aparecieron a finales de los años 70, los eligieron como figuras paternas contra las cuales rebelarse, declarándolos viejos y obsoletos, pero iban a verlos a sus conciertos para «aprender de su actitud».

Cada vez que los críticos los decretan irrelevantes, los Rolling resurgen de sus cenizas: con más de 60 años cumpliditos, lanzaron su más reciente álbum con material original: A Bigger Bang (2005); Keith Richards apareció en Los piratas del Caribe: en el fin del mundo (2007) —y está considerado para la siguiente entrega de la saga—, y los Stones restantes —Bill Wyman abandonó la banda en 1992— estelarizaron el documental Shine a Light (2008), dirigido por el laureado Martin Scorsese. Las piedras siguen rodando.

La permanencia de los «viejitos malos del rock» los convierte en un acertijo, pues el rock nació como una expresión generacional. Mick Jagger y Keith Richards han pasado de los 60 años; las canas del baterista Charlie Watts y las hendiduras en el rostro de Richards escandalizan tanto hoy en día como ayer lo hizo la melena de trapeador de Bill Wyman.

Todavía hace poco el cadavérico guitarrista, símbolo del «pasón» y la persistencia, escandalizó a un mundo que se sorprende poco al declarar que «se había aspirado» las cenizas de su papá. Y para aquellos que creen que el actual aspecto de los Rolling Stones es una especie de justicia divina por sus ofensas y provocaciones, Richards responde: «Planeo ponerme más arrugado y más viejo, así que afilen sus plumas». Insolencia Stone.


Gustavo Vázquez Lozano compró su primer disco de los Rolling cuando era niño y ellos ya eran viejos. Es autor de Bailando con el diablo, la biografía de los Rolling Stones (Trafford, 2003) y colabora con frecuencia en disputas cibernéticas Beatles vs. Stones. La música de estas dos bandas ocupan más del 60 por ciento del espacio en su iPod.

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