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Sarah Bernhardt

(1884 - 1923)

Una de las actrices de teatro más reconocidas de todos los tiempos, tanto por sus actuaciones como por sus excentricidades es «La Bernhardt». Aunque cambió su nombre de Rosine a Sarah, su rostro pálido y una eterna mueca de desencanto se convirtieron en el distintivo que la llevó al éxito a mediados del siglo XIX.

Nació en París. Fue la primogénita de cinco hermanas, pero nunca la favorita de su madre, al contrario, pasó su infancia en un internado de Bretaña hasta un día en que se rompió la rodilla derecha y regresó a la capital francesa con su madre, Judith-Julie Bernardt, una cortesana demasiado ocupada como para ser cariñosa.

Quiso ser monja, mientras que su madre intentó iniciarla en la vida galante, pero el duque de Morny, medio hermano de Napoleón III—y de quien se dice, era su padre biológico—, arregló su ingreso a la Comédie Française, donde debutó con un protagónico en la obra Iphigénie, de Jean Racine.

Tras actuar en papeles secundarios, finalmente logró encantar al público con la naturalidad de sus actuaciones; se adentraba en la psicología de los personajes, así fueran hombres o mujeres. Una de sus mayores extravagancias fue su fijación por la muerte: compró un ataúd en el que, se dice, se introducía para ensayar ahí sus personajes. Con el éxito a sus pies, fundó varias compañías de teatro en las que representó obras de Racine, Dumas, Victor Hugo y Edmond Rostand.

El accidente que sufrió en la rodilla cuando niña se agravó con una caída del escenario y entonces tuvieron que amputarle la pierna, pero eso no impidió que continuara actuando en papeles que no requirieran estar de pie. Su salud empeoró hasta sufrir un ataque de uremia durante el rodaje de la cinta La Voyante (1924): se desmayó y once días después falleció en los brazos de su único hijo, Maurice.

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