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La Victoria de Inglaterra

Fue la cabeza política de un imperio colonial extendido por todo el mundo.

Como hija del duque de Kent y nieta del rey Jorge III de Inglaterra, Victoria pertenecía a la dinastía de los Hannover, de origen alemán, instaurada en el trono inglés a principios del siglo XVIII.

Desde entonces, sus miembros habían hecho muy poco para ganarse la confianza de sus súbditos. Sus primeros monarcas, Jorge i y Jorge ii, se sintieron extranjeros y así actuaron. Jorge III, además de perder las colonias de Norteamérica, se enfrentó al Parlamento en un intento de imponer la autoridad real. Acabó sus días sumido en la locura. Su hijo mayor, Jorge iv, resultó ser un personaje amoral, caprichoso, derrochador y holgazán. El ejemplo viviente, en suma, de todo lo que no debía ser un soberano. A su muerte, sin herederos directos, lo sucedió su hermano Guillermo iv. Éste era más trabajador, pero de inteligencia y cultura limitadas, hasta el punto de ser conocido por sus detractores como Billy «El Tonto».

Como Guillermo no dejó hijos legítimos, los derechos al tron

o pasaron a su sobrina Victoria. Con unos antecesores tan mediocres, para la joven soberana, de apenas 18 años, no era fácil reconciliar la institución monárquica con el inglés promedio. Su padre murió cuando ella tenía ocho meses y fue educada por su madre, Victoria Luisa de Sajonia-Coburgo, y por su tío, el futuro Leopoldo i de Bélgica, según la estricta pedagogía germánica. De niña hablaba el idioma materno —el alemán—, pero pronto aprendió inglés y francés gracias a su facilidad para los idiomas. Mientras tanto, se formaba en materias como religión, literatura e historia, y mostraba un carácter independiente, muchas veces inquieto, juguetón y hasta caprichoso.

Ya coronada reina, se liberó de la tutela de su madre y ordenó que los aposentos de ambas, en el Palacio de Buckingham, estuvieran convenientemente alejados. Por el contrario, encontró un asesor propicio y un consejero benévolo en el veterano primer ministro del reinado anterior, Lord Melbourne. La joven soberana se lanzó con entusiasmo a sus nuevas tareas. Casi le faltaba tiempo para cumplir sus obligaciones, como ella misma reflejó en su diario: «Tengo gran cantidad de asuntos de los ministros que atender; además, debo firmar muchos papeles cada día, así que estoy siempre muy ocupada».

El compañero ideal

En 1840, al plantearse la cuestión de su boda, demostró poseer una personalidad fuerte y criterios claros. Sin pedir consejo a nadie, afrontó ella sola, con reflexión y valentía, el delicado problema. Enamorada de la viril gentileza y el firme carácter de su primo Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, y segura de que sería un buen esposo, le declaró su amor y lo condujo al altar. Fue una decisión acertada.

Alberto, que era de la misma edad que ella, fue un marido afectuoso y un padre —de nueve hijos— ejemplar. Dio prestigio a la corte en las reuniones con otros soberanos y altos dignatarios del continente y se convirtió en el alma de uno de los mayores acontecimientos de su tiempo: la Exposición Internacional de 1851 en la capital inglesa. Pero no siempre se conformó con su papel de príncipe consorte. Quería ejercer influencia política y chocó en diversas ocasiones con los ministros, al inmiscuirse, sin que nadie se lo pidiera, en los asuntos de Estado. Sus relaciones fueron especialmente tensas con Lord Palmerston, ya que éste no aceptaba sus directrices sobre cuestiones diplomáticas. Pese a esas veleidades de estadista, Alberto fue, en palabras del historiador Duncan Townson, «el miembro de la familia real más capaz, mejor educado y más humano del siglo xix».

Emperatriz de la India

La prematura desaparición de Alberto destrozó a Victoria. La tristeza de la reina alcanzó tal intensidad que sus allegados llegaron a temer por su estabilidad mental. Había soñado con envejecer junto a su esposo, nada la había preparado para esta separación. «Es demasiado espantoso, demasiado cruel», escribió en una carta a su tío Leopoldo i de Bélgica. Durante los años siguientes, como tributo a la memoria de Alberto, ordenaría que su habitaciones permanecieran sin ningún cambio. A partir de entonces, la reina desempeñó el papel de viuda enlutada, melancólica y sin más horizontes vitales. No tenía otra ilusión que recibir y vivía rodeada de perros y gatos, así como de la compañía de sus hijos, con quienes convivía en los jardines de Buckingham, Windsor, Osborne o Balmoral. Esta especie de reclusión contribuyó, por un momento, a debilitar el prestigio de la monarquía. Poco a poco, ante la insistencia del gobierno, Victoria no tuvo más remedio que asumir de nuevo sus funciones básicas.

La melancolía nunca la abandonó del todo, pero, gracias a la amistad del primer ministro tory, Benjamin Disraeli, recuperó los ánimos hasta cierto punto. Excelente psicólogo, buen escritor y mejor político, Disraeli la tranquilizaba e, incluso, la divertía. Conocedor de las debilidades más secretas de la soberana, le proporcionó una de las mayores satisfacciones al inventar para ella, en 1876, el título de «Emperatriz de la India». Con ello no sólo elevaba su representación honorífica, sino que ponía de manifiesto y realzaba ante el resto de los monarcas la existencia de aquel British Empire que colocaba a Inglaterra y a sus reyes en la cima política del mundo. Disraeli fue el artífice del gran Imperio Británico, con colonias poderosas y ricas en todos los continentes, bien comunicadas entre sí o por una cadena de puertos amigos y por la eficacia de la flota británica: Canadá en América, India en Asia, Australia en Oceanía.

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