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Los lomilargos

«Lomilargos» es una forma de llamar a las personas originarias de los Altos de Jalisco.

No es ninguna novedad que se diga que México es un «crisol de paisajes», ambientes, culturas y razas. Los contrastantes ecosistemas que uno puede ver en este país no dejan de maravillar hasta al más viajado de los exploradores. La variedad étnica también llama la atención, y aunque en esta posmodernidad el tema racial es tabú —no debe hablarse de razas humanas como si de perros se tratara—, vale la pena darse cuenta de los distintos tipos de mexicanos que hay en todas las geografías de la nación. Uno de ellos lo conforman los llamados «lomilargos».

Lomilargos se les llamaba despectivamente —el apelativo era originalmente desdeñoso, pero hoy carece de connotación peyorativa— a ciertos habitantes de los Altos de Jalisco. En aquella zona es frecuente ver a mujeres de ojos claros y pelo castaño o rubio, y a hombres altos, de barba cerrada y rasgos más bien europeos.

¿Ascendencia francesa?

Los lomilargos están convencidos de ser descendientes de franceses —aunque cualquiera se preguntaría si los apellidos Muñoz, González y Gutiérrez en verdad evocan un pasado galo—. Su teoría es que, en tiempos de la Intervención francesa, un batallón de soldados de Bazaine se perdió por esos lares, depuso las armas, y se entregó a la cópula con las mujeres locales. La realidad, según historiadores y genealogistas serios como Jesús Gómez Serrano y don Francisco de Castaños, es que esta gente desciende de inmigrantes españoles llegados a la región durante el Virreinato, y que constituyeron ahí comunidades profundamente endogámicas, es decir, que personas de ascendencia común o naturales de una pequeña localidad o comarca contraen matrimonio.

A los «alteños» —adjetivo que ellos encuentran más aceptable— se les empezó a llamar lomilargos por la costumbre de los hombres de fajarse los pantalones bastante más abajo de lo normal, provocando así el curioso efecto óptico de una espalda demasiado larga.

Muchas de las familias de la región han emigrado de sus poblados a ciudades más grandes, como Guadalajara, León o Aguascalientes, en donde varias han conseguido prosperar. Sin embargo, las zonas rurales de los Altos de Jalisco siguen pobladas, mayoritariamente, por lomilargos. Éstos se han dedicado a lo largo de las generaciones a desempeñar actividades ganaderas y agrícolas, y los que permanecieron en las localidades a las que llegaron sus ancestros, son en su mayoría gente de campo: un tanto ingenua, simple y bonachona.

País de tabúes

Aquí quiero hacer un paréntesis para decir lo siguiente: primero que nada, hay que aceptar que México es un país de tabúes, y uno de los más arraigados prejuicios mexicanos, culpable en gran medida de muchos de los actuales problemas de identidad del país, es el prejuicio racial. Hay que reconocerlo, México es un país profundamente racista; desde Tijuana hasta Chetumal —pasando por Tecate y Rosarito, Minatitlán y San Juan de los Tejocotes—, sigue existiendo una triste predisposición de la gente a menospreciar a las personas con rasgos indígenas, y a considerar «mejor» a cualquiera que esté un poquito más «güerito» o más afilado de facciones.

Esta reflexión viene a cuento sólo para explicar que, como los lomilargos son «güeritos», y el mexicano promedio está acostumbrado a encasillar a la gente blanca en el rubro de las clases sociales más privilegiadas, no cuadran las cosas el día en que va camino a San Juan de los Lagos y se topa en la tienda de abarrotes con una muchacha alta, de grandes y redondos ojos verdes, pelo castaño claro, nariz respingada y figura nada despreciable… una escuincla, para acabar pronto, de «no malos bigotes».

Lo que el mexicano promedio no sabe, es que esta muchacha probablemente sea muy «silvestre»; que tal vez no haya avanzado mucho en el escalafón escolar y probablemente no sepa expresarse muy bien; es posible también que no haya ido al dentista recientemente y que tenga la mazorca un tanto descompuesta y muy poco presentable; puede darse el caso, igualmente, que la señorita no esté muy acostumbrada a tratar con gente ajena a su comunidad, por lo que podría sonrojarse, chapearse o ruborizarse sin alguna razón aparente.

El mexicano promedio de nuestra suposición, que se pasea asombrado por los llanos de los Altos de Jalisco, empieza a darse cuenta, anonadado, de que no todos los pobladores rurales de México caen dentro del estereotipo que él se había formado —morenos, chaparritos y de pelo alarmantemente lacio—. La sorpresa de nuestro mexicano promedio —a quien llamaremos Luis Hernández, para hacerlo más promediable— llegará a un punto de inflexión para transformarse, de pronto, en comprensión: Luis Hernández entenderá de sopetón que los lomilargos son también mexicanos, y no ganaderos franceses ni agricultores navarros perdidos en las planicies jaliscienses, al contemplar con sorpresa la siguiente escena.

Tecnología «lomilarga»

Empezaba a llover fuerte cerca de la Unión de San Antonio. Los coches transitaban lentamente, entre charcos y baches, en contra del inclemente tiempo. De repente se dejó ver, rodando con más lentitud aún que los otros coches, una camioneta Dodge como de 1986. Sobra decir que todos los coches tenían encendidos sus limpiadores, indispensables para manejar en medio de las precipitaciones; la camioneta de nuestro cuento también hacía bailar sus limpiaparabrisas.

A Luis Hernández le fue posible observar, cuando la camioneta estuvo lo suficientemente cerca, que el conductor era un lomilargo bigotón y ensombrerado, acompañado de una mujer en el lugar del copiloto, que seguramente era su esposa. La postura de ambos era de llamar la atención: no obstante el aguacero, los ocupantes de la camioneta iban con las ventanas abajo. El conductor sacaba la mano izquierda y su mujer la derecha.

A pocos metros, Luis comprendió que los limpiaparabrisas de la «flamante» Dodge estaban descompuestos. Para suplir esta imperdonable deficiencia, la pareja había implementado un mecanismo: cada tripulante sostenía un mecate más o menos largo, que por el otro extremo se ajustaba a cada limpiador.

Así, el conductor sostenía con la mano izquierda el mecate que le permitía operar el limpiaparabrisas izquierdo, mientras que la mujer sostenía con la mano derecha su propio mecate, que a su vez le dejaba ejercer control sobre el parabrisas derecho. En un primer momento, el lomilargo jalaba del mecate para desplazar agua del parabrisas, movimiento que era inmediatamente correspondido por su mujer, quien con el suyo hacía lo propio. Esta entendida sincronía de movimientos se repetía coordinadamente para mantener la visibilidad.

Una vez más —se dijo Luis Hernández— el ingenio mexicano había superado las contrariedades… un ingenio obligado por la pereza y la negligencia. La decisión del lomilargo seguramente había sido tomada con base en una pragmática reflexión: aunque quizá se trataba de una falla mecánica que cualquier electricista hubiera solucionado en un santiamén, en los Altos no llueve tanto como para molestarse en ir a arreglar semejante nimiedad.

Ese día, Luis Hernández aprendió que hay diferentes fisonomías entres sus paisanos. Por decirlo coloquialmente, entendió que existen mexicanos de chile, de dulce y de manteca; pero que, al final del día, siempre hay algo que los relaciona e identifica entre sí, características de personalidad que compartimos todos: esa idiosincrasia que llamamos mexicanidad. La presencia de factores tan disímiles en los diferentes elementos que conforman México, hace de éste un país muy rico, muy peculiar y también, por qué no decirlo, bastante curioso.


Texto publicado en Algarabía 73.

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