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BABY DRIVER: El vértigo de los audífonos

BABY DRIVER: El vértigo de los audífonos

La película del cineasta británico Edgar Wright posee una meticulosa edición y secuencias de persecuciones automovilísticas, en donde la música, escuchada en audífonos, juega un papel medular.

Nuestro cotidiano es un musical, un errático y pobremente coreografiado espectáculo musical. Pasamos una gran parte del día creyendo que el mundo se mueve al ritmo de Sinatra, Frank Ocean o Bronco, con un par de audífonos colgando y una canción sonando, tonadas que van dándole un ritmo distinto a cada realidad, a cada par de oídos.
En el caso de Baby, el protagonista de Baby: Aprendiz del crimen, la música acalla el zumbido de un pasado doloroso, una evasión que se convierte en una prodigiosa habilidad.


Después de contraer una cuantiosa deuda con una brillante mente criminal conocida como “Doc” (Kevin Spacey), nuestro querido Baby (Ansel Engort) debe actuar como chofer en cada uno de sus meticulosamente planeados atracos muy a su pesar y con un ferviente deseo de saldar su cuenta y no liarse con criminales como Bats (Jamie Foxx), Buddy (Jon Hamm) y Darling (Eiza González, sí la que una vez era Lola).

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Su espectacular habilidad al volante, su enigmática personalidad y su perfecta sincronía con su playlist pronto harán de Baby el blanco de intimidación y envidias por parte de los criminales, pero poco le importará después de conocer a Debora (Lily James), una bella mesera de melódica voz que empujará a Baby a una vida normal lejos del delito, pero a ese track le falta bastante por acabar.


La película funciona como una simple y efectiva pieza de entretenimiento, pero pretender que supera en agudeza a otros trabajos de Wright como Hot Fuzz (2007) o que rebasa en estilización pop a Scott Pilgrim contra el mundo (2010) sería bastante cuestionable. En todo caso, Baby: Aprendiz del crimen comienza a denotar los sesgos generacionales de Edgar Wright, alineados con una sensibilidad distinta a los tiempos contemporáneos, bien entendida por cineastas como Andrea Arnold (Dulzura Americana, 2016) o Harmony Korine (Spring Breakers, 2012).

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Desde un playlist profundamente conservador y un guion por momentos demasiado consciente de sí mismo y de su obligación de jugar a la precocidad cool, la película simplemente padece de una preocupante mediocridad en casi todos los niveles excepto la meticulosa edición y las rigurosamente montadas secuencias de persecuciones automovilísticas, muestras de indudable virtuosismo.


Baby: Aprendiz del crimen no es más que una pegajosa tonada que reconocemos desde los primeros acordes, que no se desvía de los acordes y los beats que nos son placenteramente familiares, pero que si se atraviesa en nuestro playlist, difícilmente dejamos reproducir antes de cambiarle.


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