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Bartleby y la risa de Melville

«Bartleby» es un cuento —y un personaje— de la autoría de Herman Melville que merece un análisis.
Herman Melville

«Bartleby, el escribiente» es un cuento de Herman Melville, incluido en Cuentos de Piazza (1856), aunque ya se había publicado de forma anónima en 1853. Obra primordial del autor de Moby Dick (1851), se le considera un antecedente del existencialismo y del absurdo, especialmente del kafkiano, aunque —como señala Borges en su prólogo de 1940— «más bien Kafka arroja una luz ulterior sobre la obra de Melville». He aquí una reflexión sobre la resonancia de esta obra.

Herman Melville (Nueva York, 1819-1891), nació en la pobreza y sólo conoció la tranquilidad económica durante pocos años. Fue marino, escritor de poesía y ficción; se empleó en la oficina de aduanas de su ciudad natal, donde murió en el olvido en que lo hundió la estupidez humana, que no tiene fecha ni coordenadas geográficas. Cerca de 1920 algunos autores —entre los que destaca D. H. Lawrence— lo devolvieron a la luz, al punto de que no fue sino hasta 1924 cuando se publicó Billy Budd, otra de sus obras maestras.

«Preferiría no hacerlo»

Pocos seres más inofensivos que el amanuense Bartleby. Sin embargo, enfrentarse a él es una empresa de alto riesgo. Ante todo, conviene recordar que es un mero personaje literario, imposible fuera del mundo de la ficción. Esto que he dicho es mentira, pero más vale recordar esta mentira si uno no quiere verse avasallado por la extraordinaria locura inofensiva y terrible que consiste en un hombre del que no sabemos nada salvo que «preferiría no hacerlo».

Enrique Vila-Matas, en su novela ensayística Bartleby y compañía (2000), lo describe con tal precisión que no es necesario embrollarse: «Todos conocemos a los bartlebys, son seres en los que habita una profunda negación del mundo. Toman su nombre del escribiente Bartleby, ese oficinista de un relato de Herman Melville que jamás ha sido visto leyendo, ni siquiera un periódico; que, durante prolongados lapsos, se queda de pie mirando por la pálida ventana que hay tras un biombo, en dirección de un muro de ladrillo de Wall Street; que nunca bebe cerveza, ni té, ni café como los demás; que jamás ha ido a ninguna parte, pues vive en la oficina, incluso pasa en ella los domingos; que nunca ha dicho quién es, ni de dónde viene, ni si tiene parientes en este mundo; que, cuando le preguntan dónde nació o se le encarga un trabajo o se le pide que cuente algo sobre él, responde siempre diciendo: “Preferiría no hacerlo.”»

Un personaje sin biografía

Lo único en la descripción de Vila-Matas que no necesariamente se ajusta a lo escrito por Melville es la interpretación que refiere «una profunda negación del mundo». Muy bien podría ser una asimilación del mundo en la propia individualidad, afirmada al punto que ya no es necesario más mundo que el propio; lejos de negar al mundo, nuestro personaje se convierte en él y lo afirma a través de sí mismo. De interpretaciones como esta se compone la historia de Bartleby a lo largo de cuanto se ha escrito acerca de él. Lo cierto es que se nos escapa.

Cabría decir que para hablar de Bartleby es preferible haber estado ahí. En otras palabras, con tan pocos elementos, cualquier intento de comprender a Bartleby es como hacer una introspección donde no hay o no parece haber nada: «No hay material suficiente —nos dice el propio Melville— para una plena y satisfactoria biografía de este hombre». La insuficiencia que confiesa el autor es, precisamente, la razón para escribir acerca de él: un relato acerca de alguien de quien no se sabe gran cosa y además no hay nada que decir. Es difícil concebir mayor genialidad.

En contrapunto, hay una clave en el texto que apoya todas las interpretaciones que conducen a la negación: La frase original «I would prefer not to» no incluye el verbo hacer —o hablar, que también aparece en la traducción al español, lo que completa el sentido de la oración pero introduce variantes que no existen en inglés—, al tiempo que da una forma rígida de expresión, pues lo normal y cotidiano, aun en 1856, habría sido «I would rather not». Cobra relevancia la elección de lo negativo, de la negación, sobre lo relativo a la resistencia a hacer o hablar.

Mil y una formas de leer

El relato, como tal, puede describirse con muy pocas palabras y no despertar interés alguno, salvo porque suena entretenido —y lo es, por cierto—. Pero una idea simple y absurda, llevada hasta sus últimas consecuencias, termina por desmoronarse bajo el peso de sus alcances. Hay —como hemos atisbado— mil y una formas de leer Bartleby y otras tantas de entender e interpretar a Bartleby.

El propio Melville nos da a elegir en el cuerpo del relato, al principio, entre la clave de humor, o complacencia al menos, o la trágica —aunque muchas veces el humor se desprende de lo trágico, pero ese ya es otro tema—: «Podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar las almas sentimentales.» El propio autor se permite el humorismo en diversos pasajes del cuento, especialmente cuando todos en la oficina empiezan a usar —sin notarlo— esa misma frase que tanto les irrita.

El personaje de Bartleby puede leerse e interpretarse de diversas maneras, desde el humor hasta la piedad.

Se puede oponer a la elección humorística o complaciente —o negarla de plano como posibilidad— el argumento válido de que a lo largo del libro hay muchas reflexiones, enunciados llenos de intención que exaltan a Bartleby como un hombre desdichado y sin esperanza: «Yo podía dar una limosna a su cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma» o, hacia el final, «concebid un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza».

Pero, ¡atención!, no es el autor quien induce esa angustia, sino el jefe, el narrador, un personaje y nada más que un personaje, así sea tan perfecto como el propio protagonista y sea —de hecho— quien lleva la carga verbal: la acción obligada en un cuento. La forma en que lo hace nos atrapa en su propia angustia y nos lleva a ver la enfermedad existencial en Bartleby, ¿pero qué derecho tenemos a suponer que Melville compartía esa opinión? ¿Acaso en Moby Dick hay alguna señal que nos invite a decidir si el autor se identifica con Isaiah, con el capitán Ahab o con la ballena misma? Melville era amigo de esos silencios respecto de su propio modo de ver el mundo: muy bien podría sentir simpatía por Bartleby y una piadosa conmiseración por ese jefe que cree que la salud del alma está en comportarse con normalidad. Sin imponernos nada, en pocas obras el autor está tan presente como inductor de emociones y efectos: es una de sus grandezas.

Las interrogantes

Sólo conocemos a Bartleby según su jefe, pero nos faltan Bartleby según Bartleby y el jefe según Bartleby. ¿Qué pasa por la mente del amanuense? ¿Acaso no tendría también opiniones lapidarias acerca del comportamiento de los demás, del orden mecánico y funcional en que respiran, de la sociedad en que chapotean plácidamente, todo lo cual detona su resistencia y su negación? Suponemos sufrimiento y vacío espiritual en este hombre que quizá es el más pleno y más feliz de todos, aun si su felicidad yace en el desencanto y la indiferencia. La lucidez queda así del lado del loco.

No convence un Bartleby que sufre. Tampoco uno con profundidades psicológicas relevantes. Mucho menos uno simbólico, alegoría de quién sabe que catástrofes existenciales sobredimensionadas por la orfandad ontológica que distingue al lector moderno y contemporáneo; éste que eleva sus problemas amorosos a evento cultural alternativo, convierte su anemia en 15 años de psicoanálisis y hace de un acostón un problema moral, casi místico, teológico y escatológico. El propio Melville advirtió que no se viera en su obra alegoría alguna. Se refería a Moby Dick, que se ha asociado con la lucha imposible contra el mal y que los actuales protectores de animales podrían asociar con el mal dando caza a la belleza del mundo y de sus propias almas. Melville era un moralista, pero su obra no lo es.

¿Y si Bartleby fuera un cínico?

Acerca de Bartleby no dijo nada salvo «está bien, publíquenlo por separado», pero debería ser obvio que tampoco se proponía simbolizar ninguna trascendencia. Con todo, no dejan de resultar inquietantes ciertos guiños reflexivos por parte del jefe, que desesperado por el amanuense empieza a actuar como él y a intentar comprenderlo hasta la obsesión.

Más inquietante es el ribete con el que Melville nos deja pasmados al final del relato: esa extraña y aparentemente innecesaria referencia a las cartas muertas que «con mensajes de vida […] se apresuran hacia la muerte». ¿Pero es justo suponer que un escritor como Melville se ha valido de una alegoría de lo triste y desesperanzado para indicarnos que su personaje es asimismo una alegoría de la tristeza y la desesperanza?

Quizá lo que le hace falta es una patada en el culo y sanseacabó. O fluoxetina o paroxetina. El jefe no puede pensar esto, claro está, pero —lo he dicho yo y lo ha dicho el jefe— nosotros no tenemos manera de saber qué pasa por las emociones y la mente de este hombre que podría estar muerto de risa de nuestra preocupación por él. Y Herman Melville con él.

Conforme más pienso en Bartleby el escribiente más me enfado con Melville. No tengo duda: fue un embaucador que nos hizo caer en la locura Bartleby, en darle vueltas a un personaje inocuo disfrazado de trascendencia. Nos ha dejado como mulas tirando de la noria. Me niego a la negación: digo no al No.

Si alguna duda quedara, termino —ya furioso— con una observación que a estas alturas me parece elemental: quizá el rasgo que le da trascendencia y se queda grabado en cualquier infeliz lector de Bartleby, radica en la frase «Preferiría no hacerlo». Bien: supongamos que un hijo o un subordinado nos sale con tal impertinencia. Si somos de corte humanista hablamos con él y lo chantajeamos hasta volvernos locos. Los más prácticos le propinamos un par de «hostias» y el cuento se acabó. ¿Preferiríamos hacer: lo uno o lo otro?

Así es como debería proceder yo con este amanuense imposible, pero —no sé por qué— preferiría no hacerlo.

Fragmento de Bartleby el escribiente de Herman Melville

También, cuando alguna audiencia tenía lugar, y el cuarto estaba lleno de abogados y testigos, y se sucedían los asuntos, algún letrado muy ocupado, viendo a Bartleby enteramente ocioso le pedía que fuera a buscar en su oficina —la del letrado— algún documento. Bartleby, en el acto, rehusaba tranquilamente y se quedaba tan ocioso como antes. Entonces el abogado se quedaba mirándolo asombrado, le clavaba los ojos y luego me miraba a mí. Y yo ¿qué podía decir?

Por fin, me di cuenta de que en todo el círculo de mis relaciones corría un murmullo de asombro acerca del extraño ser que cobijaba en mi oficina. Esto me molestaba ya muchísimo. Se me ocurrió que podía ser longevo y que seguiría ocupando mi departamento, y desconociendo mi autoridad y asombrando a mis visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y arrojando una sombra general sobre el establecimiento y manteniéndose con sus ahorros —porque indudablemente no gastaba sino medio real por día—, y que tal vez llegara a sobrevivirme y a quedarse en mi oficina reclamando derechos de posesión, fundados en la ocupación perpetua. A medida que esas oscuras anticipaciones me abrumaban, y que mis amigos menudeaban sus implacables observaciones sobre esa aparición en mi oficina, un gran cambio se operó en mí. Resolví hacer un esfuerzo enérgico y librarme para siempre de esta pesadilla intolerable.


Miguelángel Díaz Monges ha publicado poesía, ensayo, drama, narrativa y géneros mixtos en Nexos, el suplemento Sábado —donde durante cinco años desarrolló el libro por entregas En el Retrete del Mosto—, Milenio Semanal, Etcétera y Replicante. Reacio a involucrarse en el mercado cultural y editorial no fue sino hasta 2011 que publicó su primer libro: Notas de desencanto y otras virtudes.

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Texto publicado en Algarabía 126.

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