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Las agallas de El Greco

Decir que El Greco padeció su deficiencia ocular, es absurdo; fue un hombre que supo usarla.

Doménnikos Theotokópoulo (1541-1614) fue uno de los más grandes pintores del Manierismo, denominación historiográfica del estilo artístico que se sitúa en las décadas centrales y finales del siglo XVI, como parte última del Renacimiento.

Por el callejón rojo

Un pequeño enigma me viene entreteniendo desde hace ya unos años, desde que pude ver por primera vez una versión del sueño de Felipe II, de El Greco.

«El sueño de Felipe II» o «La adoración del nombre de Jesús», 1578 – 1850. National Gallery, Londres.

Esta curiosa composición, conocida de los visitantes de El Escorial, representa, en la parte central del primer plano, al rey vestido y enguantado como un sepulturero, de negro, y arrodillado sobre un generoso cojín. Detrás de él, a la izquierda, una corte de piadosos orantes —seglares unos, clérigos otros, pero todos manifiestamente devotos— contemplan un cielo lleno de ángeles danzarines, virtudes cardinales y personajes bíblicos que forman un círculo en torno a la Cruz y al luminoso monograma del Salvador.

A la derecha, una inmensa ballena da gigantescos bocados mientras una numerosa concurrencia, posiblemente de condenados, se abalanza —no obstante todo lo que aprendimos en nuestra niñez sobre la anatomía de las ballenas— hacia su rojiza garganta.

Un cuadro curioso, insisto, aunque, como obra de arte, no especialmente bueno. Hay muchos Grecos bastante mejores, también de esa misma época de su vida. Sin embargo, y no obstante su mediocridad, es un cuadro por el que siento cierta debilidad. Me gusta porque, aunque pueda parecer extraño, me interesa el motivo que representa. Y éste me interesa precisamente porque no sé lo que significa. No lo sé ni quiero saberlo, de momento. […]

Los seres de El Greco están aprisionados en la peor de las cárceles: la visceral.

La fruición de la ignorancia resulta especialmente intensa. Ante la misteriosa ballena, ante el rey sepulturero, el enjambre flotante de santos y el apresurado cortejo de pecadores puedo dar libre curso a las conjeturas y sumergirme en los placeres de la desconcertada ignorancia.

La interpretación que prefiero, entre todas las que se me han ocurrido, es la que sostiene que ese extraño cuadro fue pintado como una simbólica y profética autobiografía, que debía ilustrar, jeroglíficamente, todo el devenir posterior de su pintura.

Porque esa ballena de la derecha, bisabuela de Moby Dick, con su enorme bostezo, su rojo gaznate y la multitud de réprobos descendiendo por él, como empleados de banca a las seis de la tarde en la boca del metro; esa ballena, sostengo, es el motivo autobiográfico más relevante de todas sus primeras pinturas.

Pues, ¿hacia dónde se dirigen esos acuciados condenados? «Por el rojo callejón», como decían nuestras niñeras cuando nos animaban a tragar las incomibles viandas de nuestra infancia. Por el rojo callejón, hacia un oscuro infierno de tripas; hacia ese profundo y espantoso universo, por el que, al parecer, el espíritu de El Greco se fue adentrando cada vez más a medida que envejecía, pues en sus últimas obras cada uno de los personajes es un Jonás. Sí, cada uno. Y así es como El sueño de Felipe ii puede entenderse como una visión torpemente profética, como un símbolo mutilado de lo que estaba por llegar.

La Crucifixión, 1596-1600, Museo del Prado, Madrid.

Las fauces del cetáceo

La ballena abre sus fauces sólo para los condenados. Si El Greco hubiera querido contar toda la verdad acerca de su propio devenir, habría sumado al cortejo de los engullidos a los bienaventurados o, al menos, les habría dado a sus santos y ángeles su propio monstruo, una celestial ballena, flotando boca abajo entre las nubes, con un segundo callejón rojo ascendiendo, recto y angosto, hacia un Cielo engullido.

El Paraíso y el Purgatorio, el Infierno y hasta la vil Tierra, todos los sectores del universo, aparecen en la madurez artística de El Greco como entrañas de la ballena.

Sus Anunciaciones y Ascensiones, sus Agonías y Transfiguraciones, sus Crucifixiones, sus Martirios y Estigmatizaciones, son todos, sin excepción, hechos viscerales.

El cielo no es más ancho que el Agujero negro de Calcuta, y el mismo Dios ha sido engullido por la ballena. Los críticos han tratado de explicar la agorafobia pictórica de El Greco refiriéndola a su primigenia educación cretense. No hay espacio en sus cuadros, dicen, porque lo típico del arte de Bizancio, hogar espiritual de El Greco, es el mosaico y el mosaico no entiende de profundidad.

Decir que El Greco padeció su deficiencia ocular, es absurdo; fue un hombre que supo usarla.

Su universo en nada se parece a esas entrañas de ballena en las que, misteriosamente, aparecen los personajes de El Greco. Su mundo no es plano; tiene profundidad, aunque poca. Y esto mismo es lo que lo hace tan inquietante.

Los seres de El Greco son nacidos para habitar un espacio ancho, aparecen encerrados en un universo donde apenas hay sitio para desperezarse. Están encarcelados en la peor de las cárceles: en una cárcel visceral.

Pues cuanto les rodea es orgánico, animal: nubes, rocas, ropajes, todo está misteriosamente transformado en materia mucosa, cartilaginosa y peritoneal. Y sus obras postreras transmiten la espeluznante impresión de que todos los personajes, humanos o divinos, están sometidos a un proceso digestivo, están siendo paulatinamente asimilados por un angosto paisaje de vísceras.

Laocoonte, 1610. National Gallery of Art, Washington.
La apertura del quinto sello o La visión de san Juan, 1608-1614. Metropolitan Museum of Art, Nueva York.

En el caso de los desnudos del Laocoonte (1610) y la Apertura del quinto sello (1608-1614) —ambos de su última época—, el proceso de digestión parece aún más avanzado. Tras ver cómo sus ropas y el paisaje circundante han sido paulatinamente transformados y peptonizados, los infortunados Jonases de Toledo descubren, para su espanto, que también ellos están siendo digeridos. Sus cuerpos, sus brazos y sus piernas, sus rostros y sus dedos, dejan de pertenecerles, dejan de ser humanos; se convierten, lenta pero inexorablemente, en parte del proceso digestivo de la Ballena universal.

Y suerte tuvieron de que El Greco muriera cuando murió; otros 20 años más y la Trinidad, la Comunión de los Santos y toda la raza humana, se habrían visto reducidas a excrecencias imperceptiblemente pegadas a las paredes de un intestino cósmico. Los más afortunados acaso podrían haber aspirado a ser parásitos intestinales, tenias o trematodas.

Las meditaciones de El Greco giraron todas en torno a la experiencia en su estado fisiológico más elemental, y al éxtasis primario, inmediato, visceral.

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