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En defensa de lo usado

Una de las más deplorables características de nuestra época es la de no permitirnos gozar íntegramente de nada.

Apenas adquirido, un nuevo modelo con mayores ventajas viene a tentar nuestra mutable ambición y nos incita a abandonar el no agotado placer de un idilio, de un coche, de una corbata, de una casa, trocándolos por aquel que ostenta la novedad de convertirse en cama mediante un clic artrítico de su asiento trasero; por aquello dotada de clima artificial, o riel de seda, o líneas mejores.

La producción en serie nos arrebata bruscamente un afecto que apenas empezaba a fructificar en el ajuste tibio de nuestra persona, nos quita de las manos el juguete y nos deja ante el enigma de uno nuevo, frío, cuyas luces no sabemos bien cómo se encienden, cuyo clutch no obedece a nuestra anterior coordinación motriz —y vuelta a adaptarnos, para que unos meses después el fenómeno se repita.

Antes y después de las máquinas

En este sentido, la época de la propiedad privada fue más dichosa que la nuestra. Las gentes tenían un piano, sus muebles, su mujer, su caballo —y les curaban todo el tiempo que sus nimios cuidados se encargaban de prolongar—. En una verdadera «calidad» —que la publicidad moderna ha despejado de todo sentido como palabra— ponían nuestros antepasados un empeño inicial al elegir aquellos objetos de uso diario y moderado de que rodeaban su pacífica vida.

No había el riesgo de que un cambio de líneas en la corriente de unas modas lentas, orgánicamente evolucionadas y circunscritas a la ropa, les dejara súbitamente anticuada a su señora, ni a la cama en que dormían con su señora. Bastaba que vajilla, buggy, residencia, seres y enseres fueran buenos, resistentes y decorosamente presentables.

Pero ahí tiene usted nada más que se inventan las máquinas. El líder o el libro más a mano le pueden explicar a usted todas las terribles implicaciones de la Revolución Industrial para una clase productora que bajo el feudalismo mantuvo el privilegio de su tallercito privado, en el que hacía a mano las cosas, las hacía bonitas y buenas, lograba desarrollar un valioso amor por su oficio, era llamado «maestro» y no había caído, hasta que aparecieron las máquinas, bajo la férula del «maestro» de un taller colectivo y ajeno al que ya no la vocación, sino el hambre, lo forzaba a ingresar.

Pero libros y líderes, preocupados por salvar a la humanidad, parten, en sus explicaciones del caos, de un principio compasivo hacia las masas explotadas que, al creer en vehemencia, cierra los ojos a la realidad de su sentimentalismo, cree prescindir de él por completo, y cifra la felicidad de todos los hombres en que todos los hombres coman dietas racionales, científicas y suficientes; vistan trajes revolucionarios, prácticos y uniformes; habiten moradas estándar y practiquen formas monótonas de satisfacción de todos los instintos.

Ni libros ni líderes, por iluminados que parezcan, toman en cuenta otro anhelo de nuestra época que no sea el de invertir el esquema de su distribución de la riqueza. Lo que les irrita de las máquinas no es que existan, sino que permanezcan en manos de sus dueños; que sean unos cuantos los que vean sus arcas repletas de oro sudado por miles de camaradas al pie de las máquinas; colmados sus clósets con los trajes de lana artificial tejida por obreros que visten mezclilla; apoltronada su obesidad en ocho cilindros armados por atléticos compañeros asalariados que llegan a la fábrica en desvencijados camiones. Y, miradas atentamente las cosas, esto que les irrita no es lo más irritante de las máquinas.

La sociedad industrial

Lo irritante de las máquinas no es la forma como estén administradas las fábricas que integran. Bajo la mano despiadada de una corporación capitalista, como cooperativa, o como parte del revolucionario engranaje de un Posplan que predetermine su rendimiento […], lo lamentable es que pretendan igualarnos en una felicidad utilitaria con sus productos; que cada vez elaboren objetos más perfectos, más desvinculados de nosotros, más «en lugar nuestro».

Porque aparte de limitar cada vez más nuestra actividad, impidiéndole a un organismo hecho para adaptarse al frío, al viento, al sol, hacerlo directa y gloriosamente; otorgándole en cambio, por módico precio, rayos ultravioletas en la alcoba, masajes técnicos y calcetines de lana, las cosas nuevas y excelentes han llevado su daño hasta el espíritu, engendrando en él una verdadera psicosis insensata de posesión y persecución de lo superfluo-individual que pasa por ser lo útil-colectivo.

Después de todo, sigue riendo mejor aquella parte de la humanidad que lo hace al último, la que lleva en los hombres un traje originalmente ajeno, en el cerebro una doctrina de segunda mano; la que habita una casa cuya ya desaparecida humedad confirmó su reumatismo al ansioso que la estrenó. Y escucha en ella un radio 1933 tan bueno, pero mucho más barato, que el 1938 que el vecino está pagando en angustiosos abonos: porque, al fin y al cabo, él y su vecino van a oír exactamente las mismas tonterías.

Y esta sensata parte de la humanidad que disfruta los objetos usados, y a quien mira con tan injustificado desdén aquella otra que le monda la fruta, no está necesariamente compuesta por entes incapaces de estrenar, sino por individuos que ejercitan su voluntad, miden su conveniencia, aguardan su oportunidad, aprovechan la experiencia ajena. Y suelen integrarla personas muy distinguidas. El rey Eduardo III, por ejemplo…

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No te quedes mudo

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