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Los reinos vivientes

A continuación, una explicación sobre la reorganización de los reinos, superreinos, clases y especies que los científicos han llevado

-primera de dos partes

Érase una vez, hace unos tres siglos, en un país muy lejano —Suecia—, que vivía un naturalista llamado Carlos Linneo, a quien le gustaba clasificar a los seres vivientes y nombrarlos en latín con dos palabras: una para designar su género y otra, su especie, de manera que un vulgar perro fuera conocido por los estudiosos del mundo entero por su «nombre científico»: Canis vulgaris.

Los dos reinos

Así quedaron ordenadas especies en géneros, géneros en familias, familias en clases, clases en órdenes, órdenes en filos y, para finalizar, filos en reinos. Sin embargo, no fue Linneo quien introdujo en el siglo XIX los niveles de filo y familia, sino el científico alemán Ernst Haeckel —si bien otros autores usaban antes nombres como subreino, círculo o tipo para referirse al filo.

Como muchos niños de hoy, Linneo colocó a cada ser vivo que conocía en uno de dos reinos: animal o vegetal, y legó a manos de los llamados taxónomos el hasta ahora inacabable trabajo de seguir ordenando a los seres vivos. Pero la vida —o, para ser más precisos, los seres vivientes— resultó ser mucho más compleja de lo que pudo prever Linneo.

Reino de los primerísimos

Como las fronteras entre animales y plantas eran más bien difusas cuando de organismos como algas, bacterias y amibas se trataba, en 1859 el inglés Richard Owen propuso la creación del reino Protozoa —en griego, «primeros animales»— para nombrar lo que él consideraba «numerosos seres, mayormente de diminuto tamaño, que retienen la forma de células nucleadas», y que tenían «características orgánicas comunes» de plantas y animales.

Un año después, el naturalista británico John Hogg consideró que era necesario instaurar el Regnum Primigenium o, usando palabras menos rimbombantes, el reino Protoctista —que en griego significa «primeras criaturas» o «primigenios»—, ya que para Hogg los protoctistas eran seres vivos cuya existencia antecedía a la de animales y plantas, por lo que agrupó a las esponjas entre ellos. En 1863, los estadounidenses Thomas B. Wilson y John Cassin lanzarían su propia propuesta de nombre: reino Primalia.

El problema de qué hacer con los organismos que no eran ni plantas ni animales no quedaría ahí, y en 1866 Haeckel nos daría el nombre más popular —si bien no el más aceptado entre especialistas— para englobar a todos los organismos unicelulares: el reino Protista, que en griego significa «muy primeros» o «primerísimos». En el «reino de formas primitivas» de Haeckel, si el organismo tenía una única célula y se parecía más a un animal, sería un protozoa; si era más bien parecido a una planta, se trataría de un protofita. ¿Más de una célula? Entonces estaría en el reino Histonia, formado por los subrreinos Metafita —plantas— y Metazoa —animales—. Así, seguimos teniendo dos reinos y, por fin… ¿todos los taxónomos contentos? En realidad, la pax taxonomica duraría muy poco, pues la llegada de un nuevo tipo de microscopio complicaría las cosas nuevamente y de manera definitiva.

Reino de los solitarios

Hacia 1930, los primeros microscopios electrónicos hicieron su aparición y, gracias a lo que con ellos se pudo observar, la enseñanza de la microbiología que consideraba los dos reinos del sistema de Haeckel quedaba obsoleta: existen seres unicelulares que tienen un núcleo bien definido dentro de una membrana, mientras que otros, como las bacterias y las algas verdeazules o cianobacterias, carecen de éste; entonces, tener o no núcleo marca una frontera que hacía necesaria la creación de un nuevo reino.

Sería el biólogo estadounidense Herbert F. Copeland quien propuso en 1938 una taxonomía basada en cuatro reinos: Animalia, Plantae, Protista y Monera —que en griego significa «solitario»— para incluir a bacterias y cianobacterias; el término Monera tiene su origen en el nombre Moneres, que Haeckel había usado como una subdivisión de su reino Protista.

El fin de la taxonomía… tradicional

En 1969, los hongos se declararon «separatistas» del reino vegetal y formaron su propio reino: el Fungi, gracias al ecólogo norteamericano Robert H. Whittaker. La clasificación de Whittaker representaría el fin de la taxonomía tradicional, basada en semejanzas morfológicas y ecológicas, y es consecuencia de una revolución que había comenzado en 1953 en el campo de la biología: James Watson y Francis Crick, a partir del trabajo experimental de Rosalind Franklin, habían descubierto la estructura en forma de hélice del ADN, la molécula que contiene la información genética de cada ser viviente, y con ello abrían la puerta para todas las clasificaciones taxonómicas basadas en las relaciones a nivel genético entre especies, pero ésa es otra historia…

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