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Salomé

Rara vez ha sido más popular o más calurosamente respaldada por los críticos ingleses la interferencia de la censura.

Salomé ha convertido en familiar el nombre de su autor en todos los lugares donde no se habla inglés. Pocas obras de teatro inglesas tienen una historia tan peculiar.

Ilustraciones de Aubrey Beardsley.

 

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Escrita en francés en 1892, se hacían ya los ensayos finales con Sarah Bernhardt en el londinense Palace Theatre cuando fue prohibida por la censura. Oscar Wilde anunció de inmediato su intención de cambiar de nacionalidad, una de sus provocaciones características —que sólo se tomó en serio, por extraño que parezca, en Irlanda.

Rara vez ha sido más popular o más calurosamente respaldada por los críticos ingleses la interferencia de la censura. Con motivo de su publicación en forma de libro, Salomé fue recibida por un coro de burlas, y cabe señalar de pasada que al menos dos de las reseñas más acervas procedieron de la pluma de dramaturgos sin éxito, mientras que todos aquellos cuyo francés nunca pasó del manual de Ollendorf se alegraron de encontrar en ese venerable clásico escolar un insospechado activo de su educación: un útil proyectil que arrojar contra Salomé y su autor. Por supuesto, se impugnó la corrección de la lengua, por más que el texto hubiera pasado por las manos de un distinguido escritor francés, a quien he oído que se le atribuía toda la autoría. The Times, aunque desdeñó la obra, le reconoció al autor el mérito de un tour de force, al ser capaz de escribir una obra francesa para Madame Bernhardt; lo cual movió la siguiente carta:

The Times, jueves 2 de marzo de 1893, p. 4

Oscar Wilde sobre Salomé

Al director de The Times

Señor:

Ha llegado a mi conocimiento la publicación, la semana pasada, de una crítica sobre Salomé en las columnas de su diario. Las opiniones de los críticos ingleses sobre una obra francesa mía me resultan, por supuesto, de escaso, cuando no de nulo, interés. Le escribo sencillamente para que me permita corregir un error que aparece en dicha crítica. El hecho de que la mayor actriz trágica hoy viva sobre cualquier escenario percibiera en mi obra tal belleza que deseara producirla, interpretar el papel de la protagonista, otorgar a todo el poema el encanto de su personalidad y a mi prosa la música de su voz cristalina ha sido, naturalmente, y siempre será, una fuente de orgullo y placer para mí. Y espero con deleite ver a Mme. Bernhardt presentar mi obra en París, ese intenso centro del arte en el que a menudo se representan dramas religiosos. Sin embargo, mi obra no fue en modo alguno escrita para esa gran actriz. Jamás he escrito para ningún actor ni ninguna actriz, ni lo haré nunca. Semejante tarea es para el artesano de la literatura, no para el artista.

Le saluda su seguro servidor, Oscar Wilde

Salomé, una obra europea

Cuando Lord Alfred Douglas tradujo Salomé al inglés,[1] su ilustrador, Aubrey Beardsley, no disentía de algunas de las calumnias arrojadas sobre Wilde. Resulta interesante que encontrara inspiración para su excelente trabajo en una obra que nunca admiró y de la pluma de un autor que le desagradaba cordialmente. Los motivos, por supuesto, están hechos a su medida, y nunca hubo un material más adecuado para ese extraño arte tangencial sin valores tangibles. Las divertidas caricaturas de Wilde que aparecen en el frontispicio, «Entra Herodías» o «Los ojos de Herodes se cierran», son las únicas muestras de verosimilitud de esos exquisitos dibujos. El colofón es una auténtica obra maestra y, también, una aguda crítica de la obra.

Con motivo de la producción de Salomé, realizada por el New Stage Club en mayo de 1905, los críticos volvieron a expresarse con vehemencia y se lamentaron a grandes voces de que la obra hubiera sido sacada de su oscuridad. Sin embargo, esa oscura tragedia ha sido, en los últimos cinco años, parte de la literatura de Europa.

Se ha representado regular o intermitentemente en los Países Bajos, Suecia, Italia, Francia y Rusia; se ha traducido a todas las lenguas europeas, incluido el checo. Forma parte del repertorio teatral de Alemania, donde se ha representado más veces que cualquier obra de otro escritor inglés, con excepción de Shakespeare.

Debido quizá a lo que llamaré su oscura popularidad en los teatros continentales, Richard Strauss se encontraba preparando su notable ópera justo en el momento cuando aparecieron las críticas a las que me refiero; y desde la producción de la ópera en Dresde, en diciembre de 1905, los corresponsales y periodistas musicales ingleses siempre se refieren a la ópera como «basada en la tragedia de Wilde». Es la única forma en que pueden eludir una incómoda verdad, una evidente contravención de sus deseos y teorías. Sin embargo, la música se ha adaptado a las palabras de Salomé según la admirable traducción de Mme. Hedwig Lachmann, pues aquéllas no han sido convertidas al habitual absurdo operístico para hacer que encajen con la partitura, ni con las susceptibilidades de los ingleses. Observo que los admiradores del dr. Strauss están un poco avergonzados por el hecho de que el gran maestro haya encontrado motivo para la composición en una obra que ellos consignaron hace mucho tiempo al olvido y a los desvaríos de Beardsley. El propio Wilde, en una etapa retórica, parece haber contemplado las posibilidades musicales de su tragedia en prosa. En De profundis dice: «Los estribillos, cuyos recurrentes motivos asemejan tanto Salomé a una pieza de música y la aglutinan como una balada».

De París a Reading

Estaba todavía encarcelado en 1896 cuando Monsieur Lugné-Poe produjo la obra por primera vez en el Théâtre de L’Œuvre de París, con Lina Muntz en el papel principal. Hay una referencia bastante patética a esa ocasión en una carta que Wilde me escribió desde Reading:

Por favor, cuenta lo complacido que me he sentido con la representación de mi obra y transmite mi agradecimiento a Lugné-Poe. Resulta agradable que en un momento de descrédito y deshonra se me siga considerando como un artista. Desearía sentir más placer, pero parezco muerto para todas las emociones, salvo la aflicción y la desesperación. Transmite de todos modos a Lugné-Poe que soy sensible al honor que me ha hecho. Es un poeta. Escríbeme con su respuesta y averigua qué dicen Lemaître, Bauer y Sarcey de Salomé.

El sesgo de mi amistad personal me impide elogiar o defender Salomé, aun cuando fuera necesario hacerlo. Nada de cuanto pueda decir añadiría gran cosa a la reputación de sus detractores. Sus fuentes son evidentes; en especial, Flaubert y Maeterlinck, de cuyo peculiar y original estilo constituye un ensayo.

Un crítico, por quien albergo un respeto mayor que muchos de sus contemporáneos, dice que Salomé es sólo un catálogo; pero un catálogo puede ser intensamente dramático, como sabemos cuando la representación tiene lugar en Christie’s: pocas obras son más emocionantes que una subasta en King’s Street cuando las estrellas combaten a favor de Sísara.

Se ha observado que Wilde confunde a Herodes el Grande (Mt XI, 1), Herodes Antipas (Mt XIV, 3) y Herodes Agripa (Hch XIII), pero la confusión es intencionada; como en los misterios medievales, Herodes es tomado como tipo, no como personaje histórico, y esa crítica es tan valiosa como la de quienes se dedican laboriosamente a señalar los anacronismos de los dibujos de Beardsley.

Si hay mejora no es plagio

En relación con la acusación de plagio lanzada contra Salomé y su autor, me atrevo a mencionar un recuerdo personal. Wilde se quejó conmigo un día de que alguien le había robado, en una conocida novela, una idea suya. Salí en defensa del culpable alegando que el propio Wilde era un atrevido ladrón literario. «Querido amigo», me dijo arrastrando las palabras con su énfasis característico, «Cuando veo en un jardín ajeno un prodigioso tulipán con cuatro pétalos maravillosos, me siento empujado a cultivar un prodigioso tulipán con cinco pétalos maravillosos, pero eso no es razón para que alguien se dedique a cultivar un tulipán con sólo tres pétalos». Así era Oscar Wilde.

Robert Baldwin Ross (1869-1918) fue un periodista, crítico y comerciante de arte canadiense. Íntimo y fiel amigo de Oscar Wilde, hizo de albacea literario del gran autor irlandés.
Aubrey Vincent Beardsley (18721898) fue un artista, pintor e ilustrador británico
Este texto —así como las ilustraciones de Aubrey Beardsley—, traducido por Juan Gabriel López Guix, fue tomado de la lujuriante edición de Libros del Zorro Rojo (Barcelona, 2011), pp. XV-XXII.

[1] Más bien, lo intentó, sin éxito, y Wilde mismo acabó traspasando el texto al inglés, aunque no dejó de darle el crédito oficial a su amante [Nota del editor].

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