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Mis primeros contactos con lo cursi

Mis primeros contactos con lo cursi

A los 14 años, ignoraba yo el significado de muchas palabras y cosas cursi: entre otras, enamorarse y decepcionarse. Las había oído mucho, pero hasta ese día intuí, como en un método experimental, que enamorarse consistía en estar fijo a otro ser y otorgarle misteriosos poderes para influir sobre nosotros y hacernos sufrir o gozar, relevándonos del ejercicio de la propia voluntad. Por lo tanto, yo estaba enamorado.

Teresita

María Teresa no había querido patinar conmigo. Con ese acto había metido el sufrimiento en mi cabeza. Me sentía decepcionado de ella y la creía una amiga poco leal. Entonces, pensé, iba yo a sufrir durante varias semanas sin poder reponerme. Absorto en mi pensamiento, no advertí que mis dedos, ya sin bizcocho, llegaban hasta el fondo de la taza de chocolate: «Yo soy —me dije— más cursi que el arroz con leche». Había leído la palabra cursi en un viejo ejemplar de Blanco y negro, semanario español de principios de siglo, que traía la crónica de una comedia de Jacinto Benavente —Lo cursi—, pero tenía una idea muy vaga de su significado.

Ahora pienso que esa manera «proustiana» de iniciar las asociaciones me condujo a dos cosas: a procurarme la comedia de Benavente y a consultar el diccionario. De la primera no saqué nada en claro, y la definición que me dio el segundo me supo a mamón seco. He vuelto a consultar la última edición, y dice la Real Academia:

Cursi. adj. fam. Dícese de la persona que presume de fina y elegante sin serlo. 2. fam. Aplícase a lo que, con apariencia de elegancia o riqueza, es ridículo y de mal gusto. 3. Dícese de los artistas y escritores, o de sus obras, cuando en vano pretenden mostrar refinamiento expresivo o sentimientos elevados.

Pero mi padre, aquel día en el que comparó a su compañero «el Cursi» con el arroz con leche, había querido decir otra cosa que nada tenía que ver con la definición del diccionario. Los trabajos de los días siguientes incorporaron al olvido mis asociaciones. Sin embargo, cada vez que tomaba arroz con leche, recordaba el dicho de mi padre y me sentía descrito al pensar en el cariño que aún le tenía a María Teresa, a la que seguía viendo con cierta frecuencia.

—Préstame tus patines —me ordenaba.
Cuando algún chico de la alameda de Santa María llevaba mejores, ni me saludaba. Desgastaba el pavimento del pabellón morisco a la vuelta y vuelta.
Una noche llegó mi padre con tamales:
—¡Ni sabes —le dijo a mi madre— hasta dónde ha llegado Blásquez! Ya le escribió unos versos a una tal Mariquita, de la que ahora está enamorado. Se los pediré para que los veas. ¡Qué hombre tan cursi!
Mamá replicó:
—Tú, como eres poco sentimental y nada cariñoso, no entiendes de esas cosas. No recuerdo que mientras fuimos novios me hayas mandado una tarjetita, ni flores.
Yo me sentía igual a Blásquez. Corrí a romper una especie de diario —ahora lo lamento— y, además, un verso de Cavestany, un poeta español cursilón de principios de siglo. Pero, al arrancar la página donde estaba tal verso, encontré un cuento del padre Coloma; y en él, este párrafo:
—¿Qué le parecen a usted la ministra y sus pimpollos? —le dije.
Ella, con un aire dogmático infalible las más de las veces, me contestó:
—Pues unas solemnísimas cursis.

La palabra tenía, pues, un franco sentido peyorativo. Más tarde aclaró un poco mis ideas la declaración de Corominas:

Cursi. Eran los príncipes segundones que no heredaban ni nombre ni bienes, los venidos a menos. Los mozárabes lo usan dentro de esta acepción. Cursi, de mal gusto.
Dejé de pensar en los versos a Teresita y cambié de deporte.

La tía de Agustín Lara

Por ese tiempo, conviví con el que más tarde sería un compositor mexicano muy discutido: Agustín Lara. Huérfano de madre desde su más tierna infancia, estudió en un colegio particular de la Ciudad de México. Con esta declaración echo por tierra la fama de tlacotalpeño que él mismo se había forjado. Su padre era médico y curador del Museo de Historia Natural de la Escuela [Nacional] Preparatoria de San Ildefonso. Agustín tenía una parienta: «Mi tía», como él la llamaba, a la que de cuando en vez íbamos a visitar.

«Mi tía» era una de las personas que dirigían el asilo para huérfanos ubicado en la Calzada de Tlalpan. La señora nos recibía después de larguísimas esperas, en las que entreteníamos nuestros ocios examinando los cuadros, los calendarios y otros objetos que adornaban el cuarto; poco después, cansados de curiosear por tiempo tan prolongado las mismas cosas, nos sentábamos en un viejo sofá.

Todavía debían pasar largos minutos para que llegara la «señorita directora», con su característico aire afrancesado y su aspecto nonchalante. La dama tomaba asiento en su sillón con estudiada delicadeza y a nosotros nos señalaba dónde debíamos sentarnos: nada menos que las sillas más incómodas que había en ese lugar. Cuando ya estábamos convenientemente acomodados frente a ella, tiraba un cordón cercano a su escritorio y pocos minutos después entraba una sirvienta de pelo negro trenzado y raído delantal, a la que le ordenaba:

—Trae el mullido cojín para que descansen mis adormecidas plantas.
La sirvienta se apresuraba a traer el cojín que, en efecto, parecía muy blando y que candorosamente hubiéramos deseado para mitigar la dureza de nuestros asientos. A renglón seguido pedía a su doncella, como ella la llamaba:
—Tráeme un té, y, para los jóvenes, chocolate sin molletes, porque no estamos para molletes; trae los bizcochos que quedaron del desayuno.
En estas visitas recibíamos lecciones que Agustín supo aprovechar y que usó en muchas de sus canciones: «El hastío es pavo real que se aburre de luz en la tarde» —probablemente en recuerdo de «mi tía»—, «Palmeras borrachas de sol», etcétera.

Pasaron los años, y al escuchar esas frases yo pensaba siempre en «mi tía», aquella profesora que dejó grabados en la mente de Agustín todos esos adjetivos, sustantivos, verbos y figuras gramaticales que él empleó en su producción musical. Al escucharlos, insertos en sus canciones, yo los reconocía de inmediato.

Lo importante de la producción «literario-musical» de Agustín fue que dio al traste con todas las canciones vernáculas de sufridos indios y charros valientes; también detuvo la invasión de canciones extranjeras, cuplés y tangos que, si bien nos deleitaron, ya comenzaban a aburrirnos. Paulatinamente el público se acostumbró a sus melodías de frases almibaradas. Él abrió nuevos derroteros a la canción mexicana y fueron sus seguidores los que la cursilizaron.

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Diosas en la tierra

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