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Siete años difíciles

A continuación te presentamos sus impresiones de cómo era el lugar donde nació, luego de haberse educado en Londres, los años difíciles...
Siete años difíciles

A continuación te presentamos sus impresiones de cómo era el lugar donde nació, luego de haberse educado en Londres, los años difíciles…

Soy, con la venia, el pobre hermano Lippo. No me acerquéis al rostro las antorchas.

Fra Lippo Lippi

Volvía a visiones y olores que me arrancaban frases vernáculas cuyo significado ignoraba.
Podría haberme ocurrido que mi madre no fuese «la clase de mujer que a uno le gusta», como en un caso terrible que conozco, o que mi padre resultase inaguantable. Pero mi madre demostró ser más encantadora de lo que yo hubiera podido imaginar o recordar; y mi padre no sólo era una mina de sabiduría y de valiosa ayuda, sino también un compañero experto, tolerante y lleno de buen humor. Me dieron habitación propia en la casa. El criado de mi padre, con toda la solemnidad de un contrato matrimonial, me cedió a su hijo para que fuese mi criado.
No sólo éramos dichosos, sino también conscientes de serlo.
Disfrutábamos más en familia que
 en compañía de los extraños y cuando, algo después, llegó mi hermana, la felicidad fue total.

Los diarios locales

Pero el trabajo era difícil. Yo era el cincuenta por ciento del «equipo editorial» del único diario del Punjab, hermano pequeño del gran Pioneer de Allahabad, que era del mismo propietario. Y un diario sale todos los días aunque la mitad de su equipo tenga fiebre.
Mi jefe me llevó, como quien dice, de la mano y, durante tres años o así, lo odié. Tuvo que adiestrarme y yo no tenía idea de nada. No sé hasta qué punto
 mi aprendizaje lo hizo sufrir, pero todo lo objetivo que llegara yo a ser, todo el hábito que adquiriese en verificar fuentes y en conseguir trabajar sin moverme del despacho, se lo debo a Stephen Wheeler.
Descubrí que un
 hombre puede 
trabajar con 
cuarenta de fiebre,
 aunque al día
 siguiente tenga que 
preguntar quién 
escribió su propio 
artículo.
Nunca trabajé menos de diez horas al día, y rara vez más de quince al día. Como nuestro periódico era vespertino, sólo vi la luz del mediodía los domingos.
[…] Desde 
una perspectiva
 moderna, supongo que aquélla era una vida perra; pero mi mundo estaba lleno de muchachos que, con muy pocos años más que yo, vivían solos y morían de fiebre tifoidea a los veintipocos años.
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Bombay: mausoleo de fantasmas

No había libros, cuadros, obras de teatro, ni más entretenimientos que los deportes que permitía el invierno. El transporte se limitaba a los caballos y al ferrocarril que buenamente había. Esto significaba que el radio normal de viaje podía ser de unos diez kilómetros a la redonda.
La muerte era siempre una compañera cercana. Una vez, en nuestra comunidad blanca de 70 personas, se dieron once casos de una epidemia tifoidea. Como todavía 
no existían las enfermeras profesionales, los hombres cuidaron a los hombres, y las mujeres a las mujeres.
«Hombres y mujeres caían donde fuera, de ahí la costumbre de buscar a cualquiera que no llegara a las reuniones diarias»
Nos acompañaban los difuntos de todos los tiempos; en el gran cementerio musulmán abandonado que estaba cerca de la estación y donde, cualquier mañana, el caballo podía pisar fácilmente un cadáver medio desenterrado. Los cráneos y huesos afloraban entre los muros de adobe del jardín. Las lluvias los volvían a desenterrar y había tumbas a cada paso.

Una ciudad vociferante

Tan pronto como el periódico pudo confiar un poco en mí, que había hecho bien el trabajo rutinario, me envió primero a hacer informaciones locales y, después, a las carreras de caballos, donde pasé tardes curiosas en el tenderete de las apuestas.

Lee: Ama lo que haces y haz lo que amas

Informé sobre fiestas de aldea, con las inevitables epidemias de cólera o viruela; sobre motines populares a la sombra de la mezquita de Wazir Khan, donde las pacientes tropas, tendidas en los parques o en las callejuelas laterales, esperaban la orden de cargar contra la multitud y pegarle a la gente en los pies con la culata del fusil —en aquella época, la Administración civil consideraba que matar equivalía a reconocer un fracaso.
Y así la ciudad vociferante, enfervorizada, ebria de sus propias convicciones, era dominada sin derramamiento de sangre o con la comparecencia de un virrey que gesticulaba mucho.
Relaté también visitas de virreyes a los príncipes vecinos, junto al gran desierto de la India, donde había que lavarse las manos y la cara con agua mineral; revistas de ejércitos dispuestas a invadir Rusia a la semana siguiente; recepciones de algún potentado afgano con el que el Gobierno indio quería estar a bien —éstas incluyeron un paseo hasta el Khyber, donde me alcanzó el disparo perdido de un bandido que no aprobaba la política exterior de su gobierno.

A la tierra que fueres…

Recibí el primer intento de soborno a los 19 años, cuando me encontraba en un Estado indígena donde, naturalmente, uno de los afanes de la administración era conseguir más salvas de honor para el representante oficial en sus visitas a la India británica, propósito para el que podía ser útil hasta la recomendación de un corresponsal perdido.
Como el remitente era de casta alta, le devolví el regalo mediante un barrendero, que era de una casta inferior.
De vuelta al periódico, me encontré con que el director estaba enfermo y tenía que quedarme al cargo. Entre la correspondencia editorial, había una carta del mismo Estado indígena, en la que se daba cuenta de la visita de «su reportero, un tal Kipling» que, al parecer, había violado uno por uno los diez mandamientos desde el rapto al robo.
Les contesté que acusaba recibo de la queja en calidad de director interino, pero que debían comprender en mí cierta parcialidad ya que la persona de la que se quejaban era yo mismo.
Volví a visitar alguna vez aquel Estado y nada ensombreció ni por asomo nuestras relaciones. Yo tenía ya práctica en el insulto a la manera oriental, que ellos entendían. Y me devolvieron la pelota a la manera asiática, que yo entendía, y asunto concluido. […]
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