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Comer higos frescos

¿Has experimentado ese apetito insaciable que te hace comer sin distinción, sólo para complacer la glotonería? Esta anécdota lo ilustrará.

Quien siempre comió con moderación nunca experimentó lo que es una comida, nunca sufrió una comida. Así a lo sumo se conoce el placer de comer pero no la voracidad, el desvío desde la llana avenida del apetito hacia la selva de la gula. Eso sucede cuando se muerde la mortadela como si fuera un sándwich, cuando uno se hunde en el melón como en una almohada, lame caviar del papel crujiente y simplemente olvida todas las demás cosas comestibles en presencia de una horma de queso holandés.

Porque en la gula se juntan ambas cosas: la desmesura del deseo y la uniformidad de aquello con que se lo sacia.

¿Cuándo experimenté eso por primera
 vez? Fue ante una decisión sumamente difícil. Tenía una carta que podía despachar o destruir. Hacía dos días que la llevaba conmigo, pero desde algunas horas atrás ya no pensaba en ella. Porque había subido hasta Secondigliano1 Barrio de Nápoles, al sur de Italia, país al que Benjamin había viajado a mediados de la década de 1920. en el ruidoso tren de vía angosta a través del paisaje carcomido por el sol.

La única huella del domingo disipado eran las varillas en las que habían ondeado aros luminosos y se habían encendido fuegos artificiales. Ahora estaban allí, desnudas. Algunas tenían un cartel a media altura con la figura de un santo de Nápoles o de un animal. Las mujeres estaban sentadas en los graneros abiertos, seleccionando maíz. Yo recorría mi camino, aturdido, arrastrando los pasos, cuando vi un carro de higos en la sombra.
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Fue ociosidad el acercarme, derroche el comprarme media libra por unos pocos soldi2 Antigua moneda italiana.. La mujer pesaba con generosidad. Pero una vez que los frutos negros, azules, verdosos, violetas y marrones estuvieron en la bandeja de la balanza de mano, sucedió que no tenía papel para envolverlos. Las amas de casa de Secondigliano traen sus propios recipientes y la mujer no estaba preparada para atender a un trotamundos. Pero yo me avergonzaba de dejar los frutos librados a su suerte.

Y así sucedió que me fui con higos en los bolsillos del pantalón y del saco, con higos en ambas manos extendidas, con higos en la boca. En ese momento ya no podía parar de comer, tenía
 que intentar librarme tan rápidamente como me fuera posible de la masa de frutos redondos que me había invadido. Pero ya no era comer, sino más bien darme un baño, tan penetrante se introducía el aroma resinoso en mis cosas, se pegaba a mis manos, viciaba el aire que yo atravesaba con mi carga.

Y tú, ¿comes para vivir o vives para comer?

Y después llegó la cumbre del sabor, desde la cual, una vez vencida la saciedad y la repugnancia —últimos obstáculos—, se abre una vista hacia un insospechado paisaje del paladar: una avidez creciente, insípida, ilimitada, verdosa, que ya no conoce otra cosa que el movimiento desmechado y fibroso de la pulpa
 abierta, la transformación total del
 placer en costumbre, de la costumbre en vicio.
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Subía en mí el odio hacia estos higos, tenía apuro por liquidarlos, por liberarme…

Para conocer el grato desenlace de esta historia consulta tu Algarabía 136.

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