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Reseña de la película «Güeros»

Reseña de la película mexicana Güeros, de Alonso Ruiz Palacios.

Verónica Sánchez Marín nos ofrece una reseña de la película mexicana Güeros, de Alonso Ruiz Palacios, misma que fue galardonada con el Premio Ariel.
La angustia por no hacer nada envuelve y apabulla al espíritu juvenil cuando aparece en la forma más peligrosa que existe: la absoluta pereza. Lejos del horizonte del ocio —de donde pueden surgir las mejores ideas u obras para las ciencias y las artes—, la absoluta pereza es el estado de letargo del pensamiento donde éste se acerca a la anulación de la dignidad humana, la ausencia de la razón y la creatividad.
Ese peligro es la atmósfera que se cierne sobre Fede «El Sombra» (Tenoch Huerta) y «Santos» (Leonardo Ortizgris), dos paladines de la haraganería avecindados en la película Güeros que, a falta de una razón para levantarse de la cama y causar un mínimo daño en la vida cotidiana, inventan una propia, motivados por Tomás (Sebastián Aguirre), hermano menor de «El Sombra»: encontrar al legendario roquero de culto —y enigmática figura de la infancia de Tomás y Fede— Epigmenio Cruz (Alfonso Charpener), que está a punto de fallecer.
Lo interesante de esta película, abrazada por el hálito persistente de la comedia, no es el hecho del viaje por la necesidad del retorno, sino por la exigencia vital de la conquista: no hay Odisea, hay Ilíada. Ellos buscan, en la complicidad de la amistad y lo fraterno, cambiar sus vidas, cerrar un ciclo, abrir un mundo nuevo, al conocer a un ídolo, una leyenda, que ya en el ocaso, pronto se perderá en el tiempo. Pero más que los resultados, como en el arte contemporáneo, lo realmente importante de todo este devaneo narrativo, está en el proceso —tanto fílmico, como en el numen de la historia misma—.
«No estéis solitarios, no estéis ociosos. No hay mayor causa de la melancolía que la ociosidad». Robert Burton, Anatomía de la melancolía
Güeros se transforma en una película rodante a partir de su segunda parte, cuando los protagonistas se mueven por la ciudad para buscar a Epigmenio Cruz y se topan con el mundo en su esplendor y patetismo. La historia sigue las andanzas de Tomás, quien llega a la Ciudad de México desde el Puerto de Veracruz —castigado por su madre—, para pasar unos meses con su hermano universitario. Sin embargo, Tomás llega a un lugar donde la fiaca y el estatismo están instalados.
Tanto su hermano mayor, Fede —poeta malhumorado y afectado por ataques de pánico que él relaciona, gracias a la influencia del alcohol, con la figura de un tigre—, como el mejor amigo de éste, Santos, son dos muchachos que están deliberadamente en contra de la efervescencia estudiantil. Encerrados en su pequeño departamento se declaran en «huelga de la huelga de estudiantes» que sacude a la unam.
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La búsqueda de la figura de culto, Epigmenio Cruz —cuya primera noticia, procedente de una nota en el diario, es que está moribundo en un hospital capitalino—, funda una causa para justificar el abandono de este movimiento ultrapasivo tras un traspié de Santos y «El Sombra»: hurtar luz a sus vecinos provoca que deban huir del edificio que habitan y no les quede más remedio que vagar por la ciudad en un destartalado Atlantic. Y a falta de un proyecto para pasear, Tomás, aprovechando las desventajas y deudas de los universitarios, toma la batuta del viaje.
El acto al que los conmina tiene reminiscencias al periplo que hizo Bob Dylan entre Minnesota y Nueva York, en 1961, para presentarse ante su moribundo héroe musical, Woody Guthrie. Por supuesto no es banal o frívola esta semejanza a nivel personal para los personajes: la película también sugiere que la música de Epigmenio es la única herencia que Sombra y Tomás tienen de su difunto padre. Después de todo, las canciones de Epigmenio, según contaba el papá, hicieron llorar al propio Dylan.
La ópera prima de Alonso Ruiz Palacios comienza con los tres jóvenes sumergidos en un tedio tirano, ratificado por secuencias filmadas en cámara fija, que contrastan con la segunda parte cuando ya se utiliza un pulso de cámara en mano. No tienen luz eléctrica. No tienen comida. No tienen dinero propio. No tienen escuela ni trabajo. No tienen vergüenza. Ni esperanza en el futuro.
El aburrimiento forma parte importante de la educación sentimental en la juventud bajo este esquema, pues para el director dicha condición provoca el deseo de cambio, a la búsqueda y la emoción de lo desconocido. De modo espontáneo, casi accidental, los tres emprenden un viaje para sacudirse la monotonía. Y los lleva a involucrarse, de modo indirecto, con aquel evento que puso en pausa sus vidas: una huelga estudiantil de la unam —paro similar y hasta paródico del vivido en la misma universidad en 1999, víspera crucial en la historia política de México, que daría fin a la primera etapa del régimen priista de más de setenta años—.
La película es de producción independiente, arropada por una atemporalidad histórica que le permite al director jugar con elementos del pasado y producir una simultaneidad de hechos en el presente, cargada de ironía y nostalgia que se recalca al estar rodada en su totalidad en blanco y negro y formato 4:3, en claro homenaje a la Nouvelle Vague —desplegado en su composición experiencias de montaje abiertas a la improvisación, sometiendo su relato a nuevas duraciones, formas experimentales a partir de una realidad y de una serie de imágenes preexistentes, en su discurso irreverente, que comunicó ideas y pensamientos colectivos en un corpus articulado y fascinantemente caprichoso, en la temática de la búsqueda— y el minimalismo del segundo largometraje de Jim Jarmusch, Stranger Than Paradise (1983), un filme que supera el encierro de los personajes de su ópera prima Permanent Vacation (1980) para emprender un viaje en auto que pareciera podría incorporarlos al pulso del mundo.
El trazo sonoro de Güeros fue musicalizado con canciones de Agustín Lara e intervenido de cuando en cuando por versos de un joven poeta mexicano: Javier Peñalosa, que se transforma en la voz literaria de «El Sombra». Ambientada en la Ciudad de México de finales del siglo xx y, dentro de su atemporalidad, en la actualidad —llegamos a ver adictos al Smartphone—, en Güeros, el coche es un medio de ambulantaje, no la condición de la travesía: el devaneo inusitado para descubrir los secretos que entrañan suburbios y lugares emblemáticos de la metrópoli se transforma en el centro del paseo, como en La dolce vita (1960) de Federico Fellini, donde Roma es vista desde la óptica perdida y en acecho de Marcello Mastroianni y por extensión de Fellini, o en la novela Camino a casa: un día en la vida de un joven mexicano (1994) de Naief Yehya, la historia de un joven roquero que regresa a su hogar y durante el trayecto vive distintas aventuras, desde accidentes hasta persecuciones.
Incluso la experiencia del viaje se tiñe adorablemente de adolescencia —aquí asumida más como un estado de asombro frente al amor y al mundo que como un episodio con una edad definida— al estilo de películas como Nick and Norah’s Infinite Playlist (Peter Sollet, 2008), que sigue a un grupo de amigos que deambulan en distintos automóviles buscando un concierto en Chicago; o hasta en la sintonía de Los Caifanes (1966) de Juan Ibáñez, la aventura de dos jóvenes de clase alta y su encuentro con una pandilla de los barrios populares de la Ciudad de México.
La coincidencia da inicio a una gira por la ciudad, por la vida nocturna de la capital mexicana, y lo hace con cierta cercanía a In Bruges (2008) de Martin McDonagh, por la complicidad entre amigos que se encuentran a sí mismos gracias a una experiencia urbana donde predomina la fraternidad y la libertad. En medio de disparates y ocurrencias, persecuciones, pandillaje y cortejos juveniles, se va desarrollando el viaje por los barrios y entrecalles. La urbe no solo es escenario, sino otro personaje de la historia que se reconstruye en la mirada de Tomás y sus anfitriones.
El trío es testigo de una ciudad en su esplendor suburbano, su sociedad preocupada por el día a día, por trabajar, tener amigos, pasársela bien, beber cerveza, andar de fiesta, luchar por causas. Su mirada crítica —aunque de ninguna manera burda— refrenda su perplejidad frente a una muchedumbre que no se pone de acuerdo en una causa en común para justificar una lucha social. El trío llega a la unam, en realidad, con la intención de visitar a Ana (Ilse Salas), non plus ultra del corazón romántico del sensible Fede.
A partir de aquí, la pinta de güevones y pránganas que parecía delatar la actitud de Santos y El Sombra, cambia de manera consistente. Se nos revela que a los dos el mundo de sus compañeros, obcecados por la protesta antes que por el desarrollo intelectual o el auténtico compromiso por cambiar el estado de las cosas, los despojó de una razón por la cual levantarse cada día. Hay una crítica potente, pero sutil, acompasada por el humor, tanto a los protagonistas, que deambulan sin objetivo fijo, como a los rebeldes, inmersos en una rebeldía falsa, superficial en el mejor de los casos, contradictoria y pasajera; una rebeldía revolucionariamente institucionalizada.
En ese universo viciado de puras intenciones y demandas contra la pared, está Ana. Ella es una locutora de la radio clandestina. Inteligente, guapa, de buena familia. La musa de Fede. Una joven con una fuerte conciencia social, aunque sus ideas sean vistas como débiles frente a acciones más violentas que proponen los otros integrantes de la asamblea, en la secuencia en la que se presenta físicamente al personaje —ya antes la habíamos escuchado como locutora de radio de la estación universitaria—, ella plantea unificación, ellos —sus compañeros de ideología— le exigen que se encuere.
Ana es el cuarto personaje que se integra a la aventura para vagabundear y compartir en grupo, denotando de este modo su compromiso acomodaticio con la causa que dice representar. Y en ese periplo está el cabildeo, el coqueteo, el amor no correspondido de Sombra, quien actúa como un adolescente por la mujer que le encanta; un juego tierno que culmina donde comienza una nueva etapa.
Tanto Ana, como Tomás y Santos, representan a los güeros que dan título a la película: chicos que por su tez clara se asume que pertenecen a una clase social alta, y que por lo tanto tienen una vida fácil, resuelta, y un halo de superficialidad.
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El resultado de esa asunción peyorativa es una discriminación;: y por lo tanto el güero puede ser, para quien usa el término, prácticamente cualquiera a quien se le mire con despreciativa superioridad —Sombra, a pesar de su tez morena, también es un güero—, ya sea por la apariencia, clase, postura política, religión; cualquier cosa en un país tan estratificado como México es excusa suficiente para hacer al otro a un lado y, con una palabra, desvirtuar su validez en cualquier asunto sin que sea necesario conocerlo, escucharlo, sin que todo lo que se asume sobre esa persona sea cierto.
La película está dividida en cinco partes separadas por el rótulo que les da título: Sur, Poniente, Ciudad Universitaria, Centro, Oriente. Cada capítulo, a su vez, se compone de microrrelatos esenciales para cambiar de rumbo la historia e imbuir a los personajes en dinámicas diferentes que los encaminan por nuevos horizontes: la mujer golpeada que está escapando de casa con su bebé; la historia que hay detrás del último concierto frustrado de Cruz en Avándaro, contado por Isabel (Laura Almela), la examante del músico; el niño que huye del bullying de sus compañeros por las calles de Texcoco; o Tomás, que descubre cómo es una noche en una calle del Centro Histórico, escuchando solamente a un hombre hablar —un inmigrante salvadoreño que le relata su experiencia en el país—.
El director suscita un gusto estético donde se busca producir sensaciones de sorpresa en el espectador, que intentan perturbarlo con situaciones poco comunes donde una impredecible actuación de los personajes origina una atmósfera de extrañeza: Sombra y Ana, imitando el tono con el que hablaban los actores de películas como Los olvidados (1950) de Luis Buñuel, o Nosotros los pobres (1948) de Ismael Rodríguez. O cuando el intérprete encargado de cuidar la barricada en la Universidad, en uno de los diálogos con Sombra, termina diciendo que «el guión de la película es muy malo».
En ese vagabundeo nocturno, los personajes y la reflexión se entremezclan en un collage que no pierde naturalidad ni frescura en la extrañeza que provoca de cierto la calle, con sus historias pujando por un espacio en una narrativa cercana a la novela —contada como una composición de largo aliento, no por la duración cronológica de la historia, sino por la capacidad del director para que su obra sume una cantidad intensa de elementos —ensayos, crónicas, inflexiones, cuentos, monólogos, fotogramas por el puro goce de filmar—. Ruiz Palacios no desecha los métodos tradicionales del cine clásico, que ofrecen una ilusión de transparencia y linealidad.
El director, para mantener el misterio y la intensidad mítica del personaje al que van a buscar, sólo entrega un sonido que presagia que algo magnífico, pero íntimo y secreto, está sucediendo cuando lo escuchan los protagonistas: el rodar de la cinta magnética. Sabemos lo intenso de lo que perciben a través de los audífonos sólo por sus gestos, su emoción. Y porque el sonido nos dice que, ahí dentro, hay todo un universo por el cual vale la pena ir a la búsqueda de Epigmenio Cruz.
La película hace gala de un amplio repertorio de lenguaje cinematográfico que le da a su aparente aletargamiento vertiginosidad y frescura. El director privilegia los tiempos muertos, como cuando los personajes están viendo la televisión —Big Brother, el reality show en su versión mexicana, que retrata el universo de alienación en que se encuentran sumidos Sombra y Santos: solo durmiendo, caminando, buscando, esperando— en aras de filtrar lo incidental, de hacer un relato realista en el que irrumpe de modo drástico lo anecdótico. Los cuadros en negro aíslan un plano secuencia de otro, eludiendo una determinada causalidad entre éstos, pero también confiriendo a las imágenes un valor de autonomía con respecto al conjunto de lo narrado. Una autonomía que, en actitud de espejo de los personajes, acentúa que fílmicamente, el director, no está dispuesto a dejarse llevar por la corriente.
Ruiz Palacios es capaz de criticar a su propia película dentro su película y al entorno de los cineastas en México, y alude inmisericorde en un diálogo directo a un tipo de cine contemporáneo hecho en el país, bajo un método, uno que siempre da en el blanco de lo que se quiere, pero que se repite continuamente, en un discurso pronunciado por el Sombra: «los chingados directores no conformes con la humillación de la conquista todavía van al viejo continente y le dicen a los críticos franceses que nuestro país no es más que un nido de marranos, diabéticos, agachados, ratoneros fraudulentos, traicioneros, mala copas, putañeros, acomplejados y precoces».
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Güeros resume un espíritu de libertad que sabe mantener un afán intermitentemente poético, gracias a un guión cargado de expectativas —con respecto a la amistad, la fraternidad y la búsqueda de identidad—. Los creadores, Gibrán Ramírez Portela y el propio Ruiz Palacios, consiguen un esqueleto argumental inteligente, determinado por un alto grado de minuciosidad.
Destaca también la sobria y atmosférica fotografía de Damián García —El infierno, 2010; La vida precoz y breve de Sabina Rivas, 2012—, capaz de retratar la vorágine urbana, su luminosidad y su soledad nocturna, en una historia en la que la conclusión narrativa no fue encontrar al ídolo de la infancia, sino, como en toda road movie, la experiencia del viaje, y cómo éste trastoca a sus protagonistas.
La conclusión en la parte amorosa tampoco fue que Ana se quedara con Sombra: lo hermoso es que él estuviera enamorado. Después de esos dos días de travesía. Algo. Todo se ha movido. Los personajes no son los mismos. Nosotros tampoco.
Escucha aquí el soundtrack de la película Güeros.

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