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Del sunicuijo y otras aberraciones

Quiero dedicar esta columna al tema de la maldad. Porque, ¿no es verdad que al ser alguien ejecutado, había en torno suyo cientos o miles de personas que se congregaban para presenciar con asombro el acontecimiento?

A propósito de la guillotina —el tema de portada de Algarabía 92—, quiero dedicar esta columna al tema de la maldad. Porque, ¿no es verdad que al ser alguien ejecutado, había en torno suyo cientos o miles de personas que se congregaban para presenciar con asombro el acontecimiento?

¿No es verdad que los temas escabrosos nos atraen? ¿Que un accidente automovilístico ocurre a mitad de la avenida, y la gente invariablemente voltea, o se detiene intempestivamente para saber qué pasó —y hasta se queda un rato aunque vaya tarde al trabajo, para comentar el suceso con el desconocido (también curioso y atrasado) de al lado—? ¿No es algo humano el Schadenfreude —el gusto por la desdicha ajena—? ¿No es el bullying cosa de todos los días?

Digamos que hay maldades y «micromaldades», mentiras, «mentirijillas», mentiras piadosas, hacemos cosas buenas que parecen malas y al revés… pero el hecho es que la bondad y la maldad conviven en nosotros como una plasta homogénea.

Vil hasta el sunicuijo

Como al respecto ya se ha estudiado mucho y apenas daría tiempo de abordarlo muy por encima en estas líneas, me detendré a comentar una expresión con la que me topé recientemente, que se desprende del tema al que me refiero.

Marcelino Cereijido, en el libro Hacia una teoría general sobre los hijos de puta, explica el origen de la expresión «sunicuijo»: Desde 1820, hasta la abolición de la pena de muerte en su Constitución de 1978, España utilizó un dispositivo de tortura denominado «el garrote vil». Y sí lo era, porque al prisionero se le sentaba de espaldas contra un grueso poste con un orificio a la altura de su cuello, por el cual se introducía un garrote que luego era rotado por el verdugo, hasta estrangularlo.

Delante de él se ubicaba un sacerdote, para que la víctima rezara el Credo. Y el público, también vil, se congregaba para calcular el tiempo en el que se produciría la muerte y hacer apuestas. La experiencia mostraba que el promedio de sacrificados sólo alcanzaba el «sunicuijo» del Credo: «Creo en un solo Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible, y en Jesucristo, su único hijo…». De ahí el que luego se usara esta expresión para referirse a circunstancias poco duraderas.

El punto es que no llegan

Por otro lado, Arturo Ortega Morán hace referencia a una expresión mexicana: «Ora que vas a la iglesia, reza por mí un sunicuijo», y sobre su origen narra una versión similar, pero en los paredones de fusilamiento más hacia nuestros lares. Según ésta, a la orden de «¡Fuego!», en los oídos de los familiares de los ajusticiados sólo quedaba el eco de aquella última frase: «sunicuijo».

También señala que en otras regiones de Sudamérica, como Perú, se oyen expresiones como: «Te clavo tal puñalada que no llegas al sunicuijo», y en España se utiliza, por ejemplo, para referirse a unos zapatos chafones, de mala calidad, «que no llegan ni al sunicuijo».

Aunque ahora en el Credo, este fragmento se reza diferente, el enigma del sunicuijo es un pretexto para confirmar que en esto de la maldad, tanto peca el que mata a la vaca, como el que le jala la pata, ¿o no?


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