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El rascacielos: Un bruto elegante

Imagina un futuro distópico en el que los ricos inquilinos de un rascacielos de lujo enfrentan la rebelión de los menos favorecidos en esta construcción.

El cineasta británico Ben Wheatley ha demostrado tener una mano única para el cine de género, particularmente el proveniente de su tierra. Desde su horrorífica Kill List (2011) hasta la monocromática psicodelia de A Field in England (2013), sus obras han estado influenciadas por hitos británicos como The Wicker Man (1973) o los clásicos del legendario estudio Hammer con Peter Cushing o Christopher Lee.
Cuando se supo que Weathley adaptaría High Rise, la novela del afamado escritor J.G. Ballard, los niveles de expectación se fueron más alto que el futurista proyecto alrededor del cual gira la novela, pero el edificio, aunque diseñado con magistral minuciosidad, se colapsa en brillosos escombros.
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El filme presenta al Dr. Laing –Tom Hiddleston, de la aristocracia posmoderna–, quien habita una enorme torre residencial, diseñada por el ermitaño arquitecto Royal (Jeremy Irons) y en la cual habitan desde miembros de la clase obrera en los pisos de abajo, hasta las clases más elevadas, evidentemente en los pisos más altos; pero todo comienza a desmoronarse cuando el inherente salvajismo del ser humano salga a flote.
Las fortalezas del filme recaen, sin duda en el impecable diseño de producción, que no escatima en recrear un retrofuturismo ahogado en detalles setenteros, particularmente en los diseños de arquitectos como Louis Kahn o Peter y Alison Smithson, repensados brillantemente por Mark Tildesley,  así como los directores de arte de esta película: Nigel Pollock y Frank Walsh.
El ensamble actoral es sólido, particularmente el fúrico Luke Evans, la ambiguamente dulce Elisabeth Moss, así como los ya mencionados Tom y Jeremy.
Por otro lado, las debilidades del filme terminan por pesar más que sus fortalezas. Todo el recato y precisión en la construcción del mundo de El Rascacielos que Ben Weathley orquesta, con todo y cover de abba por parte de Portishead, se desmoronan en un desgarbado brutalismo que es estridente, obvio, y termina por sentirse ineficiente y gratuito.

La lectura de Wheatley, así como la del cineasta Boong Joon-Ho y su Expreso del miedo (2013), se pierde en la visceralidad y “la rabia” de los «oprimidos», siendo que sus filmes se benefician y existen gracias al mismo sistema piramidal de elitismo y clasismo que rige el mundo del cine.
Por ello, tanto los últimos actos de El rascacielos y El expreso del miedo no pueden evitar sentirse más como burdas fábulas que crudas denuncias de un sistema social injusto. El problema no es exhibir el lado salvaje del ser humano, sino ser lo suficientemente agudo para no dejarse llevar por él. En El rascacielos Wheatley es un autor de innegable fuerza bruta que parece tener aún problemas de autocontrol.
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