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Hasekura: un samurái en Acapulco —primera parte—

«Según las crónicas de un príncipe azteca, cuando Sebastián Vizcaíno se levantó, su sangre ya teñía la arena de Acapulco. Entonces, sus hombres se prepararon para defender el honor mancillado del capitán, sin embargo, se detuvieron. No se enfrentaban a indígenas armados con flechas y lanzas: en sus oídos silbaba el acero de una espada samurái.»

«Según las crónicas de un príncipe azteca, cuando Sebastián Vizcaíno se levantó, su sangre ya teñía la arena de Acapulco. Entonces, sus hombres se prepararon para defender el honor mancillado del capitán que había explorado y cartografiado la costa de California en nombre de la corona española. Sin embargo, se detuvieron. No se enfrentaban a indígenas armados con flechas y lanzas: en sus oídos silbaba el acero de una espada samurái.»
No, esta escena no pertenece a una película de Juan Orol. Este enfrentamiento entre conquistadores españoles y samuráis japoneses vestidos con suásticas, narrado por un noble azteca, ocurrió en Acapulco.
Durante los siglos xvi y xvii, en pleno apogeo de la era samurái, Japón se encontraba dividido en cientos de feudos gobernados por el jefe de un clan. Date Masamune era uno de esos jefes: famoso por su lealtad y fiereza, se le reconocía en el campo de batalla por su casco adornado con una media luna dorada. Una vez convertido en el daimyo1 Título que recibía el líder de un clan japonés; normalmente gobernaba uno o varios feudos. de la familia Date, se retiró a gobernar sus dominios desde la norteña ciudad de Sendai, hoy parte de la telúrica y tristemente célebre prefectura de Fukushima, con el ojo puesto —sólo uno, porque era tuerto— en aumentar su influencia y poderío militar a través del comercio con Europa, de donde habían llegado unos interesantes artefactos que aumentaban con eficacia la población de Yomi, el inframundo japonés: las armas de fuego.
Además de los temas extranjeros, también atrapaba
 el interés de Masamune el cristianismo, religión introducida en Japón por los misioneros españoles
 y portugueses, a quienes les permitía predicar en
 sus dominios sin riesgos, luego de que su labor fuera prohibida por el shogun. Entre esos misioneros se encontraba el fraile sevillano Luis Sotelo, a quien Masamune había salvado de la muerte a la que lo habían sentenciado por insistir en construir una iglesia en Edo.
Así, Masamune vio en Sotelo un potencial contacto para comerciar con España, y el español encontró en él la oportunidad de seguir construyendo altas iglesias de piedra en el suelo volcánico de Japón —era cura, no geólogo—. La única condición que Sotelo puso para servir de vínculo comercial entre Sendái y Madrid era que, al final de la expedición, debían reunirse con un anciano que vivía en Italia para pedirle ayuda con 
la evangelización de Japón: ese hombre era Pablo v —sumo pontífice entre 1605 y 1621—. Sotelo no se andaba con medias tintas.
Masamune ordenó entonces comenzar con los preparativos para emprender un viaje diplomático con Madrid y Roma como destinos finales, con un grupo que llevaría por nombre Embajada Keichõ. Pero antes debían hacer una breve escala en la España más «nueva» y cercana a Japón: México.
Si quieres saber qué ocurrió cuando Masamune llegó a México, consulta Algarabía 115.

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